—¡Ay, Dios mío, ahora sí se complicó esto! —lamenta el capitán de fragata Wilfredo Castañeda—. ¡Ay, Dios mío, ahora sí va a estar difícil esto!
A punto estaba el capitán de iniciar su explicación sobre la carta náutica que tiene pegada en la pared de su oficina, al principio del muelle de Puerto Cabezas, o Bilwi, como los indígenas nicaragüenses que habitan este olvidado Caribe llaman a su capital. Se fue la luz. Un apagón, de lo más común en la zona. A veces duran hasta un día entero.
Por supuesto, la Capitanía de Puerto encargada de vigilar estos 500 kilómetros de costa enclavados en la principal ruta marítima de las más de 500 toneladas anuales de cocaína que escalan Centroamérica hacia el norte, no tiene un generador eléctrico. Hoy, por cierto, ni siquiera pilas para la lámpara de mano.
—Bueno, si usted quiere, podemos seguir hablando en lo oscuro –me ofrece el capitán, un hombre alto y ancho.
Hablar en la precariedad de lo oscuro es el ambiente más acorde para esta charla. El capitán, ya que no puede mostrar nada en la carta náutica, enumera lo que no tiene, lo que le falta. Personal, repuestos de alta rotación, combustible, lubricante, motores fuera de borda de 200 caballos de fuerza, lanchas -o pangas, como llaman aquí a esas palanganas de entre 10 y 15 metros de eslora-. Todo eso le falta, dice, para poder atrapar a los rápidos colombianos que se deslizan todas las semanas en sus potentes pangas con cuatro motores fuera de borda de 200 caballos cada uno, con más de 500 kilogramos de cocaína invariablemente. Eso y también aseguramiento técnico de especialistas. Suena muy técnico, pero no lo es, nada es muy técnico aquí en Bilwi.
—¿Qué es eso del aseguramiento, capitán? —pregunto.
—Ajá, es que como nosotros mandamos lanchas de intercepción, la permanencia en el mar se hace de tres a seis días de forma continua. ¡Parecemos náufragos! Por el día, la inclemencia del sol; y por la noche, el sereno de la madrugada. Estamos a la intemperie.
—Sigo sin entender qué es eso del aseguramiento, capitán.
—Ahí te va. Raciones frías. En una lancha rápida no vas a estar cocinando, requerís de latas. Un plato de comida lo podés valorar en unos 40 córdobas (poco menos de 2 dólares), término medio de una comidita casera. Mientras que una sola sardina, una sola lata de choricitos o atún, te vale 25 córdobas, y un jugo te vale 15, y aunque sea unas galletitas saladas. Total que de 40 te pasa a 60, 70 córdobas, depende de qué le estés dando al hombre. Por eso te digo, que el aseguramiento técnico para el hombre es complicado.
Aquí, el mar lo da todo. Esta es gente de mar. Escurren agua salada buena parte del día. Del mar salen las langostas que durante ocho meses pescan, cuando no hay veda. Por el mar se transportan, porque los pueblitos y aldeas costeras que rodean a Bilwi y componen la Región Autónoma del Atlántico Norte de Nicaragua (RAAN) no tienen acceso por tierra. Puro mar, pura panga. Por el mar se mueven los barcos caracoleros que llevan a los indígenas varias semanas a los cayos a traer aquellos enormes caracoles. Por el mar patrulla la gente del capitán. Por mar entran los colombianos con su cocaína y sus fajos de dinero.
—Actualmente, la gente más bien ve como una bendición que una lancha de narcos llegue y desembarque o quede varada frente a la comunidad. Es un gran beneficio para ellos. Nuestras comunidades se han convertido en base social del narco —dice el capitán, en lo oscuro.
Afuera, el sol se va y alrededor del sucio muelle todavía hay alboroto. Si alguien tiene en mente una estampa hermosa de un Caribe blanco y pulcro, puede deshacerse de ella aquí mismo. Las últimas pangas que llegaron de los pueblitos, de Walpasiksa, de Sandy Bay, de Haulover, de Wawa, son descargadas por algunos mendigos de Bilwi. Al pie de la Capitanía de Puerto, encalladas en la arena, tres pangas de 15 metros de eslora son devoradas lentamente por el salitre. Se las decomisaron a unos colombianos y hondureños que lograron descargar la cocaína en uno de esos pueblitos antes de abandonar sus naves. Los militares no las usan porque no tienen suficientes motores como para impulsarlas, ni la gasolina necesaria tampoco, ni suficientes latas de atún ni galletas.
Las lecciones de Walpasiksa
Aquí no hay guerra, ni lucha frontal, ni batalla, ni ninguna de esas otras palabras que algunos gobiernos como el de México ocupan para describir lo que hacen respecto a los traficantes de drogas. Aquí no hay suficientes pangas, ni motores, ni balas para hacer nada de eso, y más bien lo que hay es un intento modesto de contener un flujo salvaje. Más bien lo que hay es un pacto tácito: pasa sin molestar, navega con discreción.
Sin embargo, eso no quiere decir que no ha habido balas y muertos. En estas rutas siempre los hay. Eso no quiere decir que este Caribe no haya perdido su inocencia.
Si hay un parteaguas, en este litoral tiene nombre. Lo dice el capitán y lo repiten todas las fuentes con las que he hablado, desde investigadores académicos hasta detectives policiacos. El parteaguas se llama Walpasiksa.
La brisa marina es agradable en este restaurante de mariscos y cerveza bien fría. Espanta por rachas el calor resplandeciente del verano de la RAAN. Abajo, arena color café con leche y un mar inmenso, azul intenso, rayado solo por las pangas que van y vienen del muelle.
Enfrente tengo a Matías, un agente de inteligencia policial de la lucha contra el tráfico de drogas en toda la RAAN. Lo conoceremos así, por su seudónimo. Moreno, pequeño, risueño, dicharachero. Entre los policías de la zona se dice que si se sale con Matías a alguna misión lo más probable es que haya jaleo.
Matías lleva en la piel los recuerdos de aquel día en Walpasiksa.
—Por aquí —se señala el muslo derecho, Matías—, por aquí la tengo.
Se refiere a la herida por l abala que le entró y salió de la pierna durante aquella lluvia de disparos que les arreció cuando ni siquiera se habían bajado de las pangas en la playa de Walpasiksa.
El 7 de diciembre de 2009, una avioneta cargada con al menos 3 mil kilogramos (3 toneladas) de cocaína se estrelló mientras intentaba hacer un aterrizaje de emergencia en esa comunidad al sur de Bilwi, casi frontera con la Región Autónoma del Atlántico Sur (RAAS), que termina en la frontera con Costa Rica.
No es un secreto que toda la región está atestada de pistas clandestinas. Esta es la zona más pobre de Nicaragua. El departamento de la RAAN que menos pobreza extrema tiene es Bilwi, donde casi el 64% de los habitantes están bajo esa línea, según información del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP). Hacia el mar hay relativa vigilancia del Estado; hacia el interior, por tierra, hay una franja de selva salpicada por asentamientos a los que se accede por tortuosos caminitos de tierra o remontando ríos en panga. Territorio perfecto para construir pistas de aterrizaje. De hecho, en una ocasión, hace poco más de dos años, un helicóptero repleto de cocaína se estrelló casi en la frontera con Honduras. Cuando los militares llegaron encontraron no solo el vehículo, sino también tractores y camiones de volteo que construían un complejo de pistas de aterrizaje. ¿Cómo llegaron los camiones hasta ahí? Solo por aire los pudieron haber trasladado, me dijo el capitán Castañeda. Los vecinos de aquella zona no quisieron devolver ni los camiones, ni los tractores, ni mucho menos la cocaína. Así es esto, aquí se negocia con los indígenas miskitos, mayagnas, ramas o garífunas que habitan la RAAN. Si estos dicen que no, pues no.
En fin, de vuelta en Walpasiksa, aquel 7 de diciembre los pobladores de esa comunidad precaria que no supera las 100 chozas lograron rescatar a los pilotos colombianos y salvar el cargamento de droga. Al día siguiente, se apostaron en la playa porque sabían que dos pangas con ocho policías y 12 militares llegarían por la tarde. Los espías del muelle de Bilwi les informaron desde la mañana que habría movimiento.
Porque, como dijo el capitán Castañeda, mire no más dónde está ubicada la Capitanía de Puerto, justo frente al muelle, donde pescadores, comerciantes, mendigos, pangueros, se mueven a diario. De ahí salen las pangas militares a operativos y a patrullar. Desde ahí observan los espías, atentos a cualquier movimiento para llamar a los teléfonos satelitales que, gracias al patrocinio de los colombianos, tienen las comunidades estratégicas para el tránsito de la cocaína. Comunidades como Walpasiksa.
Cuando a las 3:30 de la tarde las dos pangas policiales se acercaron a la playa de Walpasiksa, unos 40 hombres de la comunidad hacían señales.
—¡Váyanse, váyanse, aquí no hay nada que ver! Eso nos gritaban —explica Matías, y echa un enorme sorbo a la fría Toña antes de azotarla contra la mesa, pedir otra y seguir con el relato.
Un minuto duró el diálogo. Los policías negociaban que los dejaran entrar aunque fuera a reconocer la escena. De repente, una bala cayó cerca de una de las pangas. Hubo silencio, como cuando las primeras gotas de lluvia crujen en la tierra y todos callan para saber si anunciar: llueve. Llovió. El silencio terminó cuando todas las armas de los guardianes de Walpasiksa empezaron a tronar. AK-47, escopetas 22 y fusiles FAL escupieron balas sin cesar mientras los policías y militares, ante la insólita reacción, se refugiaban en sus propias barcas durante los 30 minutos en los que Matías apenas logró asomar el cañón de su Taurus para responder con algún plomo.
Cuando las dos pangas intentaron huir, ya llevaban un muerto, el teniente de corbeta Joel Eliécer Baltodano, y un herido agonizando que moriría horas más tarde, el sargento tercero Roberto Somarriba.
No satisfechos con repelerlos, los pobladores de Walpasiksa subieron a cuatro pangas y persiguieron a los atemorizados policías y militares.
—Creyeron que nos iríamos costeados —explica Matías—, pero nos tiramos para aguas profundas para entrar en el radar de los gringos, porque con los motores que tienen, si tratábamos de huir por la costa nos terminaban ahí no más.
Los policías y militares se fueron mar adentro y lograron asustar a los pobladores enfurecidos con su estrategia que consistía en acercarse a aguas internacionales, como dando el mensaje de que los estadounidenses vendrían del navío Dauntless que por acuerdo internacional tienen en esa zona, a proteger a los agentes. La estrategia funcionó y, con sus motores de 175 caballos, solo fueron perseguidos durante unos segundos por los 800 caballos de las pangas que los colombianos dejaron a los nicaragüenses de Walpasiksa. Por un pelo, como dice Matías.
En Managua hablé con el investigador Roberto Orozco, del IEEPP, y coautor del estudio “Una aproximación a la problemática de la criminalidad organizada en las comunidades del Caribe y de fronteras”. Le pregunté de dónde salieron las armas con las que mataron a los dos militares, y Orozco me respondió que no salieron de ningún lado, que ya estaban ahí.
El Caribe nica, pobre, extenso y poco accesible, ofrece una característica más que hace que sea suculento para los narcotraficantes. Está armado. Si bien en el Pacífico y el centro del país hubo procesos de desarme, en toda la Región Autónoma del Caribe, sur y norte, no hubo nada de eso. Durante la guerra civil nicaragüense y aún años después, desde aquí operaron dos grandes grupos de la Contra que se oponían a la revolución, unificados en el Frente Indígena. Los FAL y AK-47, armas que escupieron la muerte en las guerras centroamericanas, con los que dispararon los habitantes de Walpasiksa no vinieron en lancha desde Colombia. Estaban aquí desde la década de los ochenta.
Durante al menos dos años antes de la balacera, Walpasiksa fue territorio de colombianos vinculados al Cártel de Cali. Según la Fiscalía nicaragüense, los indígenas actuaban bajo las órdenes de Amauri Paudd, un colombiano de 45 años radicado como empresario en Managua, conocido como AC, y buscado por la Interpol por no presentarse al juicio al igual que otros 18 miskitos acusados por la balacera de Walpasiksa. Se le acusa también de ser uno de los principales responsables de haber organizado a las comunidades del Caribe nica como base de apoyo para el traslado de la cocaína.
—No fue tan así —discrepa Matías, para quien Paudd es un viejo conocido—. El caso es que a AC lo querían mucho. Dicen que cada vez que llegaba repartía 2 mil dólares a cada casa, fue quien puso energía eléctrica con generadores en esa zona. Por eso nos vieron como los que llegábamos a quitarles el pan de cada día. Pero no fue AC quien dijo que dispararan. Él dijo que no dispararan, que cuidaran bien el cargamento, porque también había como un millón de dólares en el helicóptero, pero quienes decidieron disparar fueron algunos pobladores. ¡Porque andaban bolos! No le hicieron caso, a él no le interesaba enfrentarse, así son las reglas aquí. Fueron unos bolos los que jodieron todo ahí.
Tiene lógica. Matías, sus jefes, el investigador del IEEEP y el capitán Castañeda confirman que aquí el que dispara pierde. Los policías no llegan a requisar: negocian, piden permiso, insisten en que les entreguen algo cuando saben de un alijo de cocaína. Los narcotraficantes no abren fuego contra los militares y policías, esa es la regla de este Caribe del tráfico normalizado. Prefieren dejar caer la mercancía al mar y avisar a los pobladores del lugar más cercano que vayan a traer las pacas de coca, que ellos luego la pasarán a buscar y pagarán buen dinero al acopiador que la haya reunido. Nada de vendettas como las que Los Zetas desataron en Guatemala, por ejemplo.
Aquí en los alrededores de Bilwi incluso los narcos no sueltan bala cuando se supone que deben hacerlo.
Sin embargo, en diferentes escalas, el narcotráfico genera violencia y corrupción, ese eslogan ya está asumido.
—Y viveza —agrega Matías, para entrar en materia y explicar otro fenómeno de este Caribe y su cocaína.
Resulta que, a veces, algunos indígenas, generalmente aquellos que en algún momento pertenecieron a las redes de los colombianos, se suben en sus lanchas, encienden sus cuatro motores de 200 caballos y salen a toda marcha, pero no cargados de cocaína, sino detrás de ella.