Crónicas y reportajes /
Langostas, pangas y cocaína
La Región Autónoma del Atlántico Norte de Nicaragua es un Caribe abandonado, pobre, con autonomía indígena y armas recicladas de una guerra pasada. Y mientras la autoridad tiene muy pocos recursos, a los pescadores los tienta la posibilidad de ganar miles de dólares en pocas horas. Así transita en el Caribe nica la coca que luego pasa por Honduras, El Salvador y Guatemala.

Fecha inválida
Óscar Martínez

 

Los tumbadores y la violencia que prospera

Son los celebérrimos —al menos en la jerga de esta RAAN en la que muy pocos se interesan— tumbadores del mar.

—Los tumbadores, narcos que asaltan narcos —define Matías.

Desde inicios de este siglo hay registro de redes sociales de las comunidades de la RAAN como Walpasiksa que han servido de apoyo logístico a los colombianos que utilizan este Caribe, a diferencia de los mexicanos que se deslizan por el Pacífico.

Según el investigador Orozco, esto se debe a características físicas y culturales.

—Un colombiano de la isla de San Andrés, moreno, es más fácil que pase inadvertido en Bluefields y Puerto Cabezas; el mexicano se detecta inmediatamente. El colombiano hasta habla igual —me explicó en Managua.

Orozco dice que uno de los problemas que derivó en los grupos indígenas de apoyo al traslado de la cocaína fue el manejo que las policías dieron a sus denuncias.

—Al inicio, los pastores moravos, cuando había operativos en aguas internacionales y las corrientes traían la droga a la playa, el miskito no sabía qué era eso. Solo sabía que era malo, solo iba y entregaba a la Policía. Pero, como a veces era capturada la persona, comenzaron a ocultar la droga. Pasaba después el colombiano acopiando, se dieron cuenta de que había un negocio, no la consumían, la volvían a meter al circuito. Comenzaron a surgir personas que comenzaron a acopiar la droga que tiraban en aguas internacionales los narcotraficantes perseguidos. Comenzaron también a vender localmente y a traficar hacia Managua. Así nacen entonces el tráfico interno de cocaína y las redes de acopiadores.

Y una cosa lleva a la otra. En una red, sobre todo en este tipo de redes, hay conflictos. Unos se pelean con otros. Unos pecan de ambiciosos y otros responden con envidia y venganza. Con una gran parte de las comunidades con miembros armados y que han sido servidores de los colombianos, los resentidos encontraron cómo encauzar su enojo. De ahí los tumbadores.

Son nicaragüenses miskitos que saben infiltrar a las redes de apoyo de los narcos, enterarse de cuándo viene una panga cargada de cocaína y salir en sus pangas a interceptarla.

Normalmente, una panga que viene de Colombia trae cuatro tripulantes. Un capitán, que es el jefe a bordo; un panguero, que es un experto conductor de estas aguas y sabe cómo sortear el oleaje sin volcar; y dos tripulantes, encargados de rellenar el tanque de gasolina y de disparar si hay que disparar. Los tumbadores, al no llevar ni cocaína ni barriles con gasolina, pueden ser igual de rápidos que los traficantes aunque lleven más tripulación. Seis y hasta ocho hombres armados se van al encuentro de las pangas colombianas. Narcos que asaltan narcos.

—Eso ha de traer consecuencias brutales. Supongo que luego los narcos colombianos regresarán a cobrar con sangre lo que les quitaron —le digo a Matías, aplicando a este Caribe sin turistas la lógica que asumo luego de investigar durante años la forma de operar de los mexicanos en México.

—Ja, ja, ja. No, hombre, no son pendejos. Prefieren tener tranquila a la comunidad. Ellos llegan a la comunidad en cuestión de horas, a veces los mismos que fueron asaltados. Los tumbadores en un ratito llegan a la comunidad y venden a uno de los acopiadores, que es conocido de todos, y luego los colombianos llegan donde él: Hey, mirá, nos robaron tantos kilos, y como es nuestra, te vamos a dar solo tantos miles de dólares por ella. Llegan a un acuerdo. No pasa ni un día desde que los tumbadores roban hasta que los colombianos la llegan a comprar.

El comisionado policial Benjamín Lewis, miskito y jefe de Matías, me explicó hace dos días, en una entrevista larga realizada al amparo de una destartalada máquina de aire acondicionado, que incluso los cárteles colombianos se comunican entre ellos cuando hay un tumbe. Esos paquetes de droga marcados de tal manera y robados cerca de tal aldea son nuestros. Los demás cárteles, víctimas también de los tumbadores, cumplen el pacto y no aceptan comprar, sino que la dejan para que su dueño original llegue a negociar el precio de lo que le robaron.

 

Según el capitán de fragata Castañeda, en cambio, no todo es negociaciones. Durante nuestra charla allá en su oficina del muelle dijo que los tumbadores ya habían cambiado el signo pacífico de este litoral. Sus palabras fueron de una resignación extraña en un militar.

—Hace unos seis años atrás, cuando nos identificaban, tiraban las armas, y la captura se hacía pasiva, menos cuando era de noche y no había visibilidad, pero al grito de ¡Fuerza Naval de Nicaragua! todo cambiaba. Ahora, todo ha cambiado en un 100%. Es un combate. El año pasado, septiembre, un sargento perdió la pierna producto de un intercambio de disparos con narcos. El narco ya no nos respeta como autoridad. Cuando se ven perseguidos, se van orillando a la costa, y al verse cercanos a una comunidad, varan la lancha y te siguen tirando bala en lo que descargan y se esconden. Las comunidades ya saben qué hacer.

Es quizá porque los militares no terminan de adaptarse a las reglas de este Caribe. Los policías sí tienen bien asumidas las reglas del juego. Lewis utilizó un ejemplo genérico para explicarlo.

—Cuando llegamos nos abocamos al síndico, a los pastores de la Iglesia Morava o al consejo de ancianos: Miren, venimos a ver este cargamento que sabemos que está aquí. Y de ellos depende. No lo esconden: sí, vinieron,  le dieron a fulano y mengano, se fueron y ya lo vendimos. Hay muy buena comunicación, pero como le digo, puede más el dinero.

Todo se trata de dinero, de necesidades. Ser pobre en un barranco, a la par de otro pobre, es asumible. Terrible, pero asumible. Ser pobre a la par de otro pobre que dejó de serlo y ahora vive en una enorme casa a la par de tu casucha debe de ser más complicado, sobre todo si uno mismo puede, de la noche a la mañana, entrar en el negocio que hizo prosperar a tu vecino.

Eso sí, a más red, a más gente metida en esto, a más dinero, más violencia. No necesariamente como la mexicana, guatemalteca u hondureña, donde los cárteles hacen performance de la muerte desmembrando gente, masacrando enormes grupos y dejándolos ahí, a la vista, y hasta con mensajes escritos. Pero sí más violencia, alguna que otra balacera y delitos de bagatela, de esos que hacen la vida más incómoda.

La tarde se nos va del todo, y desde el balcón del restaurante ya no se ve el Caribe, pero se escucha suave, meneándose y reventando en la orilla en discretas olas. Luego de haber escuchado a Matías, el agente de inteligencia policial, de saber que su mayor éxito según él es cuando decomisó dos pangas con barriles de gasolina, pero ya sin la droga ni los traficantes, le pregunto por qué demonios le interesa seguir en esta lucha, y contra qué exactamente lucha. ¿Contra unas pangas abandonadas? ¿Contra unas siluetas que disparan desde la playa de Walpasiksa? ¿Contra unos pastores, unos ancianos, unos miskitos que salieron de la miseria gracias a unos colombianos?

—Te diré por qué —me responde serio—. Si antes te emborrachabas aquí en Bilwi y te quedabas dormido en el parque central, amanecías con zapatos. Hoy no, amanecés sin zapatos y sin pantalón, porque los muchachos que fuman el crack hacen lo que sea para tener dinero y comprar. Esta gente es pacífica. Abandonados como están, siempre han sabido vivir comiendo de lo que cultivan y curándose con sus raíces. El paso de la droga crea necesidades. Le enseña al que no tiene nada pero es feliz, que otro tiene algo mejor, que eso otro es felicidad, y eso jode, jode a un pueblo. Contra eso lucho.

El dilema de Sadú

Hoy nos hemos dado cita con Matías en el mismo restaurante con mirador. Ayer le comenté que necesitaba encontrar fuentes directas, algún “ha-sido-de-todo” como le dicen por aquí a los multiuso. Matías prometió presentarme a un panguero que conoce muy bien las ofertas de los narcos y que una vez —solo una vez, dijo— les llevó una panga.

Puntuales, se bajan de un carro tan destartalado que a nadie le extrañaría verlo en una chatarrería debajo de otro carro. Sadú es un hombre negro y alto de 45 años, con los antebrazos fibrosos y marcados, como todos los hombres que trabajan las pangas y se la pasan jalando cuerdas, apretando tuercas y manipulando motores. Se sienta con la humildad de un campesino. Callado, sin mirar nunca durante mucho tiempo a mis ojos y agarrando sus manos entre sus piernas, encorvado hacia adelante.

—¿Y qué cuenta, Sadú? —pregunto, invitando a sonreír.

—Ayer, frente a laguna de Bismuna hubo persecución, pero no lograron, porque narco llevaba 800 caballo —reza el miskito con su imperfecto español, asumiendo que lo quiero para que me cuente persecuciones, fechas, nombres, lugares. Pero no es para eso que quiero escucharlo.

Ha sido imposible sacar a Sadú de esa lógica. Ha hablado, ha contado la lógica de las pangas: no siempre menos peso es más rápido, porque sin el peso suficiente mucha velocidad vuelca la panga en una persecución. Ha explicado cómo en Sandy Bay, tras lo de Walpasiksa, sitio estratégico para los colombianos, una panga se interna por la laguna, se esconde entre matorrales y por caminitos de tierra es descargada en menos de una hora por los locales. Ahora sé que esto es de ida y vuelta, que los pangueros suben la cocaína a Honduras y al bajar pasan por Jamaica para recoger marihuana y llevarla a Costa Rica. Sé que los estadounidenses están en el meridiano 82 y que las pangas se deslizan entre dos y siete millas mar adentro, que las persecuciones no son como las de los carros, a unos centímetros uno del otro, sino que es algo de millas, que a veces ni ves la lancha que seguís, pero que sabés que ahí va, porque alguien —normalmente los estadounidenses— te van dando las coordenadas. Sé que los narcos llevan GPS, mapas y brújula y que bien cargados alcanzan las 50 millas por hora. Todo eso sé, pero aún no sé nada de Sadú.

Al final de la tarde, le pido que nos lleve en su decadente carro. Él, de momento, vive de esa chatarra, es su taxi. En Bilwi, casi todos se mueven en taxi, pero una corrida normal se paga a 75 centavos de dólar. Aquí, en tierra, todo se paga mal.

En el camino logro arrancarle un pedacito de él. Dice que era pescador de langostas, que había logrado comprar un tanque de aire y una cámara fría para guardar la langosta. Dice que ahora mismo le va mal, que el huracán Félix, ese que se ensañó contra estos indígenas en septiembre de 2007, lo dejó cinco días de náufrago en alta mar, agarrado a unos bidones de gasolina, viendo morir a sus dos compañeros de pesca. Cuenta que ahí perdió el motor y que la panga apareció tiempo después en una playa. Dice que desde entonces no levanta cabeza.

Amanece. Ayer, luego de que nos dejara, acordé con Sadú que hoy nos volveríamos a ver. Le pedí que esta vez me enseñara su panga y su casa.

Su casa, como la de la mayoría de pescadores, está en el barrio El Muelle. Su casa es la de un pobre, de tablones viejos de madera, con apenas muebles, y los que hay muy viejos. En la sala, hace de asiento la palangana para las langostas que lleva cinco años en desuso.

—Esta es mi casa —dice Sadú, ceremonioso como es, estirando su brazo con lentitud, como lo haría una modelo de televisión para lucir el carro que rifan en su programa. Adentro, gris, poco—. Vamos a ver lo demás que tengo —me invita Sadú, y con eso se refiere a que vayamos a ver la otra pertenencia que tiene en su vida, una panga inútil.

Caminamos entre casuchas de madera de las que sale un olor a pescado. La gente saluda a Sadú, pero yo no entiendo ni pizca de miskito. Sadú saluda con su largo brazo.

—Ahí está —dice, cuando salimos a una pequeña playita atrás del barrio.

¿Y bien? Sí, ahí está, efectivamente. Es un momento de expectativa derrumbada. Una panga sin motor tirada en la playa es eso y nada más, una panga sin motor tirada en la playa.

—¿Y cuándo comprarás motor, Sadú?

—No puedo. Motor de 60 caballos vale 5 mil dólares. Aquí todo más caro, porque todos venden a precio de gente que puede pagar, y alguna gente puede pagar mucho.

—¿Y cómo es que antes lograste comprar tu motor?

Sadú me mira y sonríe apenado. Baja el rostro. Se me vienen a la mente las palabras con las que Matías me presentó a Sadú: solo una vez les llevó una panga. Cambio mi pregunta.

—¿Cuánto le pagan los colombianos a un panguero por llevar una panga de la frontera con Costa Rica a la frontera con Honduras, Sadú?

—Si va de marino simple, 35 mil dólares; si usté es capitán, hasta 80 mil.

¡Eso pagan los narcos por un recorrido que dura un día y una noche! Pagan en efectivo, sin trámites ni esperas. Es normal, un cargamento de una tonelada es vendido en destino final, en Estados Unidos, por alrededor de 60 millones.

Los estudiosos, los analistas, los políticos utilizan casos de otros políticos que fueron comprados por el narco por exorbitantes sumas, por millones de dólares. Políticos con buenos sueldos y excelentes carros que querían más y más y más, pero no porque no tuvieran. Pero, pienso yo aquí al pie de una panga inútil, si no es el dilema de Sadú el que explica mejor lo complicado —imposible— que es cortar este flujo que no solo tiene que ver con drogadictos y traficantes, sino también con gente pobre que necesitaba un motor, gente indígena que lo consiguió aceptando la única oferta que tenía a la mano, gente que perdió un motor, gente que de nuevo necesita un motor. Gente que de nuevo tiene solo una oferta.

La reverenda Cora Antonio coincide conmigo, pero encuentra que hay otros factores que han convertido a este Caribe en uno donde solo hay tres opciones: cocaína, pangas o langostas.

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