Crónicas y reportajes /
Langostas, pangas y cocaína
La Región Autónoma del Atlántico Norte de Nicaragua es un Caribe abandonado, pobre, con autonomía indígena y armas recicladas de una guerra pasada. Y mientras la autoridad tiene muy pocos recursos, a los pescadores los tienta la posibilidad de ganar miles de dólares en pocas horas. Así transita en el Caribe nica la coca que luego pasa por Honduras, El Salvador y Guatemala.

Fecha inválida
Óscar Martínez

 

Los tres temores de la reverenda

Cora me recuerda al personaje de un cuento de Truman Capote, Mr. Jones, un señor misterioso que recibía en su casa a cuanto visitante llegaba. Y llegaban muchos a contarle cosas, a preguntarle cosas, a contarle infidencias. El cuartito de Brooklyn donde Mr. Jones recibía a sus invitados cambia en el caso de Cora por el porche de su modesta casa de cemento, con una segunda planta en construcción, en pleno barrio Moravo de Bilwi, un sitio apacible. Cora pasa las tardes sentada en su mecedora, atendiendo a personas que parecen escucharla como lo haría un hombre juzgado cuando su abogado le cuenta las opciones que le quedan.

Es de las mujeres más respetadas de todo el Atlántico nicaragüense, y una de las personas que mejor lo conoce. La reverenda fue la primera mujer en formar parte del Sínodo de los moravos, su organismo de dirección, y hasta  mediados del año pasado cuando dejó el cargo, la primera mujer en ocupar el cargo superior, superintendente. La protestante Iglesia Morava es la que tiene mayor presencia en este Caribe, y lleva una ventaja abismal sobre las demás. La explicación se mide en años. Fue en 1849 cuando los primeros misioneros traídos por los ingleses llegaron a estas costas a evangelizar a los indígenas. Casi cada comunidad tiene un pastor moravo que si bien ya no tiene el poder absoluto que tenía hasta la década de los ochenta, sigue siendo uno de los que lleva la voz cantante en las comunidades de este litoral.

Acudí a Cora para que me ilustrara sobre hacia dónde ir y me presentara a algún pastor con quien conseguir entrada en una comunidad, ya fuera Sandy Bay o Walpasiksa. Pensé, por alguna extraña razón, que un pastor moravo estaría lejos del dilema de Sadú, y me podría hablar de lo que pasa en su comunidad mientras me llevaba en una panga hacia ella. Cora me ayudó a aterrizar.

—¿Para qué te voy a mentir? Sí hay muchos pastores involucrados —dice Cora, y cuenta una anécdota de cuando un taxista le reclamó que por qué denunciaba la droga si la droga les daba de comer, si la droga ponía las ofrendas que llenaban su charola los domingos, si la droga le construía sus templos en las comunidades. Y Cora le respondió que eso era diferente a aceptar dinero de un narco, y luego me dice que ella misma retiró a un pastor cuando supo que aceptó 5 mil córdobas.

—¿Cómo vas a predicar cuando los narcos entran y violan a las muchachas y pagan a las muchachitas de 13, 14 años, 20 dólares para dormir con ellas? Ellos entran, tienen el dinero y van… Incluso, si se enamoran de la esposa de una persona van a acostarse con la esposa del señor, y las muchachitas ahí andan, porque quieren dinero —recuerda Cora que reprendió a su pastor.

Convencido de que el ingreso a una comunidad no será a través de ningún pastor elijo cerrar la conversación preguntando a Cora por el futuro, por sus miedos de lo que se viene. Los tiene muy claros, en la punta de la lengua. Tres cosas, dice, levantando tres dedos.

—La primera —dice— es la tenencia de tierra, porque mucha gente del Pacífico —así nos llaman a los que no somos de aquí– está viniendo a comprar tierra al ver que hay cómo hacer negocio, y los afectados van a ser los indígenas desplazados. La segunda —sigue—, aquí hay armas, y las personas que se meten en este trabajo ven la ambición, el dinero, no ven que tarde o temprano entre ellos se van a matar, o que otros narcos los van a venir a matar. Y la tercera, que el paso de la droga esconde otros problemas de comunidades que siguen siendo pobres, con muy poca educación, con casi ningún puesto de asistencia médica en lugares a los que solo por mar se llega.

Así cierra su enumeración de temores. Pero tiene algo más que decir.

—Los gobiernos se despreocuparon de esta costa Atlántica, y otros se hicieron cargo, eso es lo que pasó —lamenta y luego me lanza una recomendación—. No vaya solo a Sandy Bay, que alguien de aquí lo acompañe. No gusta mucho la gente del Pacífico que llega sola allá.

Mansiones entre cocoteros

Llegar a Sandy Bay ha sido una peripecia. Es domingo, y hoy no suelen salir pangas de pasajeros, por lo que la única que llegó, la del lanchero con el que ayer apalabramos la salida, fue la nuestra, a la que más gente se subió aprovechando la inusual ocasión. Pero claro, como no declararon salida, el ejército nos interceptó con otra panga apenas unos 300 metros pasado el muelle en dirección a Honduras. Nos devolvieron, nos revisaron, solo cuando el capitán de corbeta Castañeda me vio a bordo suavizó la medida y no retuvo la panga.

—Es que ando revisando si no llevan licor, porque ese es el trato, allá no se permite tomar —dijo, para mi total admiración el capitán de corbeta.

La incomodidad de dos horas bajo el inclemente sol y el dolor en las nalgas causado por el golpeteo de la lancha con el oleaje empiezan a valer la pena cuando nos desviamos por la laguna rodeada de manglar que da entrada a Sandy Bay. Esta es la capital de la droga en la RAAN, según los militares y los policías. A simple vista, un lugar hermoso. Compuesto por 11 barrios, Sandy Bay se muestra primero a través de uno de ellos, Lidaukra. Guardando las distancias, esto recuerda a la isla de los famosos de Miami, casas de dos plantas con fachada a la laguna, amplios ventanales y jardines bien recortados.

Bajamos en Nina Yari, hasta cuyo muelle se llega adentrándose en los caminitos que dejan los manglares, una especie de callejuela de agua que abre camino a otros callejones que la maleza esconde, un verdadero laberinto salado. Unos hombres descansan frente al desembarcadero. Caminamos ante sus miradas fijas. ¿Hacia dónde van?, se escucha que pregunta uno. Y el fotógrafo Edu Ponces esquiva con su respuesta. ¿Para dónde caminan?, insiste, y Ponces señala a Ruth Jackson, la periodista miskita que nos acompaña, a lo que le dijimos es un viaje para conocer su comunidad, nada más. El hombre nos deja en paz. Es un hecho. Entrar a Sandy Bay sin ser detectado es una fantasía, hay ojos por todas partes y los motores fuera de borda se escuchan desde lejos cuando navegan por los callejones del manglar.

 

El wihta Seledón López nos espera en su casa de cemento de dos plantas. Él es el jefe máximo de la comunidad. Asesorado por el consejo de ancianos, es quien dirime cualquier problema y ordena prisión a quien sea. Lo interrumpimos, ya que veía un partido de fútbol en su enorme televisión de plasma. Como muchas de las casas de Sandy Bay, esta también tiene antena propia, que le da comunicación y televisión por cable. Al poco tiempo, se escucha el rugido de varias motos. Afuera de la casa del wihta, que nos pidió esperar un momento antes de hablar, estacionan sus Yamaha nuevas siete hombres recios. Se trata de la comisión de seguridad de Sandy Bay. Desde que los miskitos echaron a la policía y los militares de aquí en 2009, mantienen su propio grupo encargado del orden, esos hombres que patrullan en sus motos.

El comisionado policial Lewis me dijo que entre los 23 miembros de esa comisión hay algunos reconocidos maleantes que trabajan con los colombianos. La policía incluso envió una carta de protesta al gobierno regional, el CRAAN, pidiendo que sacaran a algunas personas de la comisión, porque ellos los tenían fichados como operadores de los narcos.

De Sandy Bay, tanto Lewis como Matías, el capitán de corbeta y el investigador Orozco coinciden en lo mismo, que se puede resumir en una sentencia de Lewis.

—Ahí mandan ellos, los vinculados a los narcos. Tienen el poder económico y armado. Ahí operan colombianos, jamaiquinos, ticos, hondureños. Llegan, se están cuatro, ocho días, hacen sus contactos, salen; se habla de dos, tres pistas clandestinas en lugares bien difíciles de acceso, difíciles para nosotros. Hay personas que nos han querido llevar a fotografiar, pero no hemos hallado por dónde entrar, no hay modo sin que nos miren.

Todos coinciden también en que los narcos buscan primero o al pastor o al wihta o al consejo de ancianos para crear base social; todos coinciden en que sin ellos no hay negocio. Sin embargo, Seledón, diminuto, con lentes, moreno, como cualquier campesino centroamericano, con su graciosa forma de hablar español y sus 50 años, parece tan inofensivo...

Con toda la amabilidad del mundo escucha nuestras peticiones, recorrer todas las comunidades desde ahora mismo hasta que anochezca. Acepta y nos dice que para eso ha llegado la comisión, que ellos nos llevarán en sus motos si queremos hacer el recorrido.

Es descarado cómo estos hombres pretenden llevarnos solo a conocer el Sandy Bay más precario. Decimos que queremos ver el muelle, para acercarnos a las casas tipo Miami de Lidaukra, y nos llevan al margen casi inaccesible de una pequeña laguna. Decimos que queremos conocer el centro del pueblo y nos llevan a la casa de una anciana que no habla español y que ayer perdió su choza de palma de coco y madera por un incendio accidental, y se ha quedado sin nada, nada de nada. Pedimos ir hacia el centro una vez más y nos llevan a enseñar su cárcel, una mazmorra asfixiante donde encierran a los borrachos y problemáticos.

Sin embargo, nada les da resultado. Sandy Bay es alucinante y para verlo no hay que detenerse a mirar, basta con pasar zumbado en una motocicleta. Para llegar a la laguna, para ir hasta la casa de la viejita, se atraviesa el centro de Sandy Bay por la callejuelita de cemento que hace de único camino vehicular en este extraño sitio. Es un paseo de lujo. Casas, mansiones que no tienen nada que envidiar a las de veraneo que los millonarios centroamericanos tienen en la playa. No una, decenas de casas de tres plantas con piscina, revestidas de azulejo. Recuerdo lo que dijo Matías: cemento en esas comunidades es igual a narco. Es carísimo, mucho más que en Managua, hacer una construcción de cemento aquí, porque tienes que transportar los sacos en pangas, y eso no está al alcance económico de un pescador.

Volvemos de noche y Seledón, amable, nos invita a salir de su casa de dos plantas, cruzar la pequeña callejuela y pasar a la cocina, que los miskitos suelen tener separada de su lugar de habitación. Nos sentamos a comer mientras Seledón habla de la paz que ha traído la comisión de seguridad, de lo tranquilos que están los 16 mil habitantes de Sandy Bay, de la falta de medicinas y atención médica, de cómo solo una enfermera los atiende. Lo interrumpo a cada frase e intento meter, solapada, la pregunta. Al final, lo logro.

—¿Y por qué tienen tan mala fama los de aquí?

—¡Claro, todos saben de qué habla ahora! ¡Traficantes! Dejamos pasar, no encarar nosotros a ellos porque andan arma, dejamos pasar.

Eso fue todo sobre el tema.

Temprano, agradecemos a Seledón la comida y el techo para pasar la noche y nos vamos. Regresamos sin novedades. A medio camino, el panguero se ilusiona al ver un barril azul asomando en una playa desierta. Da un giro vertiginoso a la panga y dice algo en miskito a su ayudante, que se abalanza al agua hasta llegar al barril. Vacío. El panguero le dice algo en miskito al muchacho. Solo entiendo la palabra droga. El muchacho da vuelta al barril, que solo deja caer unas gotas de agua, y se encoje de hombros. Seguimos hacia Bilwi.

Un buen día

Mañana nos iremos de la RAAN. Al mediodía sale nuestra avioneta hacia Managua. Es la única forma de llegar hasta aquí en un tiempo razonable. Por tierra, el recorrido puede ser de entre 16 y 28 horas, dependiendo del estado de la precaria calle de terracería.

Me llama Matías.

—¿Viste algo raro por allá? —pregunta.

—No, nada.

—Es que estamos persiguiendo un cargamento que llegó. Iremos a ver hoy, mañana te cuento.

Amanece.

—Matías, ¿fueron?

—Sí.

—Ajá, ¿y qué?

—Nada, nos dijeron que ya la habían vendido. La encontraron los pescadores de un barco caracolero que andaba allá por los cayos y la vendieron en Sandy Bay al acopiador. Eran 200 kilos que los narcos tiraron en una persecución. A cada marino le pagaron 5 mil dólares.

—¿Y cuántos marinos eran?

—80.

—¡Qué! ¿Será eso posible?

—Ay, hermano, salí y mirá las calles.

El sol resplandece con fuerza y Bilwi está alegre, los negocios están repletos de gente y el muelle bulle con pangas que salen y entran con más gente que viene a hacer compras.

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