Crónicas y reportajes / Normalización de la violencia
Se hunde Atlántida

Resulta que Atlántida se hunde. La zona turística más próspera de Honduras se ha convertido en el departamento más violento de la región más violenta del mundo. Atlántida es una mezcla compleja de ingredientes tales como narcotraficantes, reyes del narcomenudeo, bandas que roban droga, policías infiltrados, pandillas... ¿Será por eso que se matan tanto en Atlántida?


Fecha inválida
Foto y Texto: Daniel Valencia Caravantes

Dos niñas compran minutas frente al cadáver de Roberto Funes de 42 años en La Ceiba, Honduras. " /></div><div class= 
Dos niñas compran minutas frente al cadáver de Roberto Funes de 42 años en La Ceiba, Honduras. 

—¿¡Para qué se lo van a llevar!?

—Cálmese, señora…

—¡No se lo lleven! ¡Es mi hermano!

—Por favor, señora, déjenos hacer nuestro trabajo…

—¿¡Pero para qué se lo van a llevar si ya está muerto!? ¿¡Lo van a revivir acaso!?

El cuerpo dejó de sangrar y estaba rodeado por familiares y curiosos. Muchos ni se bajaron de las bicicletas. En esta ciudad gustan de la bicicleta. También de motos, como la Yamaha azul que custodiaba un soldado a un lado de la escena. Las motos son bastante codiciadas por los ciudadanos y por los ladrones y sicarios, que las ocupan para sus menesteres. Por el robo de esa moto azul mataron a Roberto Funes, de 42 años, con cuatro hijos, dos hermanas, una sobrina y 12 amigos que lo lloran. Para muchos, aquel era un espectáculo. Duró una hora, mientras los forenses investigaban la escena, levantaban el cuerpo, se llevaban la moto y los curiosos se marchaban comentando que sobre la cuneta ensangrentada había un hombre muerto. “Diez balazos le metieron”. Pero eso ocurriría hasta dentro de una hora. En aquel momento todos querían ver el cadáver. Un vendedor de minutas también. Mientras una de las hermanas reclamaba el cuerpo de Roberto Funes y un policía intentaba calmarla, dos niñas uniformadas compraban dos minutas de fresa. El vendedor las servía y las niñas comían emocionadas mientras contemplaban el cadáver y a las moscas que hacían fiesta sobre la boca inerte. ¿Por qué mataron a Roberto Funes? Hasta que el día estuvo a punto de terminar fue cuando empecé a tenerlo más o menos claro.

* * *

Resulta que Atlántida, ubicada en la costa, justo al norte de Tegucigalpa y justo al sur de Roatán, es como cualquier moneda con sus dos caras. Una está intacta, una es un paraíso. Tiene una hermosa costa, arena blanca, mar Caribe y una ciudad cabecera desde donde se puede tomar avionetas o abordar barcos con rumbo a las Islas de la Bahía, un tesoro natural a hora y media en bote. En ese paraíso la población tiene el mejor índice de desarrollo humano del país y hasta estrellas de Hollywood como Michael Douglas y Catherine Zeta Jones caen seducidos por sus encantos. La pareja visitó la región en 2008 y recorrió las reservas naturales de Pico Bonito y Cuero Salado.

La otra cara de la moneda, la gastada y escondida, ha logrado que Atlántida, el destino turístico más próspero de Honduras, sea el departamento más violento de Centroamérica. 2010 cerró con una tasa de 131 homicidios por cada 100 mil habitantes, y en la cabecera, para este año, el promedio es un homicidio diario. Este departamento se ubica debajo de la mexicana Ciudad Juárez, la ciudad más violenta del mundo, y supera a las capitales de los tres países más violentos de América (Honduras, Guatemala y El Salvador).

Siete horas antes de que mataran a Roberto Funes yo estaba en la oficina de Óscar Ardón, el jefe de la División Nacional de Investigación Criminal (DNIC) de La Policía en La Ceiba, capital de Atlántida. Él dirige al equipo que investiga el 60% de los homicidios cometidos en Atlántida. Es decir, los que se cometen en la ciudad principal y sus alrededores. Él es quien mejor conoce por qué se está hundiendo Atlántida. Él sabe por qué aquí se están matando tanto.

Oscar Ardón jefe de la DNIC con otros agentes de la división en su oficina en La Ceiba, Atlantida. " /></div><div class= 
Oscar Ardón jefe de la DNIC con otros agentes de la división en su oficina en La Ceiba, Atlantida. 

La oficina de Ardón es pequeña, pero acogedora y cómoda. Es fría también gracias al aire artificial. Sobre el suelo, en la esquina del escritorio, había una ofrenda de frutas que un ciudadano agradecido le obsequió. A sus 37 años, el jefe es un tipo moreno, sonriente, de voz suave y buenas maneras. Tiene un año y medio en La Ceiba. Antes coordinaba operativos en San Pedro Sula, otra de las ciudades más violentas del mundo. Allá, donde la cosa “está caliente” –como él dice-, Ardón nunca corrió tanto peligro como el que ha corrido aquí, en este paraíso que comienza a convertirse en otra cosa. Ardón casi pierde la vida hace dos meses.

Entre la ofrenda de frutas que le regalaron sobresalían dos racimos de plátanos y una caja de piñas. Mientras esperaba que apareciera esa mañana, desde la otra esquina de su oficina, dos voces se cruzaron en la línea del radio comunicador dispuesto sobre el esquinero.

—Sierra, Sierra, reportando robo de motocicleta Yamaha azul en el sector Yasur. Se llevaron el maletín de la víctima y un GPS. Lo está monitoreando la empresa –informó un policía.

—Copiado, copiado. Desplegar operativo, tal vez los podemos alcanzar  –ordenó un superior.

—Afirmativo, Sierra, estamos en persecución.

—Que no se escape, lleguen sin sirenas… Siempre con las medidas de seguridad, que estos jodidos andan bien armados…

Media hora más tarde atravesó la puerta de la oficina un policía moreno, bajito y fornido, con cara cuadrada y manos gruesas. El policía era quien coordinaba la persecución de la motocicleta y por un momento pensé que era él el jefe, pero resultó ser su mano derecha: el subinspector González. Vestía jeans pegados, camisa manga larga metida y botas de vaquero. Se veía compacto pero poderoso con su revólver al cinto. “Ya viene el jefe”, dijo. La DNIC hace de todo: desde investigaciones de homicidios hasta persecuciones de motocicletas. Dos jefes, tres técnicos, 10 investigadores y dos carros. Uno de ellos no funciona del todo bien. A veces hay que empujarlo para que arranque.

—Sierra, Sierra…

—Adelante.

—Ubicada la motocicleta…

—Recuperemos esa moto. Que no se nos escapen…

González dio esa orden a las 10 de la mañana. En Atlántida hay 200 policías. Todos quieren que sean más, pero los recursos no alcanzan ni para mejorar el sueldo de los agentes. Un oficial clase uno gana en lempiras el equivalente a $320, menos descuentos. Un investigador, como los que dirige Ardón, $350, menos descuentos. González anotaba datos en una libreta cuando su jefe apareció por fin. Ardón le ordenó a González que preparara el operativo que me había prometido. Me llevarían a una zona caliente de la ciudad. Ardón se disculpó con una sonrisa y luego ofreció la anécdota de un enfrentamiento violento con la pandilla del Barrio 18. Un enfrentamiento ocurrido hace un mes. “Una papada que duró seis horas”. En la Atlántida violenta, las pandillas juegan un papel importante.

Ardón contó el operativo frente a siete de sus muchachos. Todos eran jóvenes y vestían jeans, camiseta y tenis. Mientras él cargaba un vídeo que quería mostrarme, ellos revisaban sus armas. González, en una esquina, seguía pidiendo información vía radio sobre la motocicleta robada.

Ardón es un tipo que no necesita dar órdenes para que sus subalternos lo entiendan. Uno de sus muchachos, impaciente, le preguntó que si ya podían irse antes de que el jefe acabara el relato. Ardón lo miró, tranquilo, no le dijo nada y lo ignoró. Luego me sacó de la oficina y me llevó a otra, donde otro de su equipo tenía en buen estado el vídeo que tanto quería enseñarme.

El vídeo era la grabación de  una balacera. “Ra-ta-ta-ta-ta…  ¡Pum!”, escupieron los parlantes. “¿¡Oyó!? –interrumpió Ardón- Esa fue una de las granadas que nos tiraron”. Luego pidió al oficial que retrocediera la escena. “¿Ve? Ahí va a ver cuando yo me muevo en dirección a la casa”.

El perfil que se ve al final de la imagen es irreconocible. Pero es él, el jefe Ardón, la voz que más citan los periódicos hondureños cuando pasa algo violento en La Ceiba. La granada lo hubiera matado, pero estalló a sus espaldas, detrás de una pared y un policía que recogieron casi todo el impacto. “Quedó gravemente herido, pero ya se está recuperando”. Ardón se emocionó contando la escena como cualquier guerrero que sabe que se libró por pelitos de la muerte. Entonces se paró, orgulloso, y me dijo que “así de complicada” está la cosa mientras en el ordenador aparecía él, moviendo la boca, minutos después de la primera explosión. En la toma suda como si tuviera fiebre, suelta palabras que se atropellan unas con otras y por ratos parece que se quedara sin aire. También pareciera que tiembla.

—Se ve afectado –le digo.

—¡Ja! Creo que seguía en pie por la adrenalina. Estuvo feo eso. Mire: esos pandilleros estaban armados hasta los dientes.

* * *

Vista aérea de la carretera que atraviesa el Departamento de Atlántida, Honduras. " /></div><div class= 
Vista aérea de la carretera que atraviesa el Departamento de Atlántida, Honduras. 

Resulta que la Atlántida se hunde, entre otras cosas, porque es el cordón umbilical del corredor del Atlántico. Por la región pasa la droga que llega a las costas de Honduras en los departamentos caribeños de Gracias a Dios y Colón, o a través de las pistas clandestinas en el departamento de Olancho. Atlántida es la mancha urbana más próspera, con infraestructura, puerto, aeropuerto y carretera principal, antes de que Honduras se convierta en vastos terrenos inexpugnables, alejados de la mano del Estado en los departamentos del oriente del país. Atlántida es, en resumen, el puente más corto para llegar hasta el norte, a la frontera con Guatemala en Puerto Cortés y Copán. Por eso aquí convergen pandilleros, reyes del narcomenudeo, grupos de limpieza social, bandas dedicadas a los quites de droga y sicarios de narcos. Los pedazos del rompecabezas que dejan sueltos son los que luego recoge Ardón y su equipo para poder afirmar que “el 80% de los homicidios que se cometen aquí tienen que ver con el narcotráfico”.

El papel que interpretan las pandillas en la región es claro: consiguen tratos para abastecer sus mercados en San Pedro Sula y Tegucigalpa, defienden territorio y permiten que crezcan en la costa reyes del narcomenudeo siempre y cuando paguen un tributo a la Mara Salvatrucha en la ciudad de Tela y al Barrio18 en La Ceiba.

Por esos vínculos se explica que en la batalla de seis horas ocurrida hace dos meses, uno de los líderes del Barrio 18 se haya defendido hasta con granadas para detener el avance de 60 policías. Por la captura de ese pandillero, el equipo de Ardón está en la mira de sus jefes. Él lo sabe y enseña sus medallas con un orgullo similar al de un niño frente a un padre cuando el primero sabe que ha hecho bien su tarea.

Antes de regresar a su oficina, con su equipo, le pidió a una de sus asistentes que abriera otras carpetas en el ordenador. Quería enseñarme al pandillero que les opuso resistencia. “Es El Flash”, dijo, y  señaló al hombre flaco, tatuado y con bigote de la pantalla, que sostenía un pedazo de cartón: “Javier Evelio Hernández Escobar, 46 años”. En La Ceiba hay tan pocos recursos que hasta esos rótulos son improvisados. Cuando la unidad de Ardón tiene que hacer cosas más complicadas como ocupar luminol para detectar rastros de sangre en una escena, deben esperar dos horas para que el químico llegue, si es que hubo buena voluntad de la departamental de San Pedro Sula para que les regalen un poco.

—Ese es el líder nacional de la 18 –dijo Ardón.

—¿Y cómo lo sabe?

—¿Por qué cree que se defendieron tanto, pues?

“¡De aquí no me se sacan vivo, hijos de puta! ¡Vengan, pues, aquí los espero!”, recuerda González que retaba El Flash, cuando se descubrió solo. González se salió de la oficina de Ardón cuando escuchó que este pedía que me mostraran las fotos del operativo. González también participó de la balacera y acompañó a su jefe a narrar la captura de El Flash. Cuando los policías ingresaron al primer piso de la casa se toparon con dos jóvenes en calzonetas que terminaron boca abajo, convertidos en un charco de sangre. Ellos disparaban con revólver y una ametralladora para cubrir a El Flash. Pero el pandillero solo se rindió cuando un “cobra” –un policía antimotines- tiró al cuarto una granada de humo y esta incendió un sillón. “¡No quiso morir quemado!”, dijo González, entre risas.

Unos minutos después al subinspector le sonó de nuevo el radio comunicador. Se salió de la oficina y regresó alegre: “¡Recuperamos la moto, jefe! Pero se han robado otra…” En La Ceiba, según el equipo de técnicos que maneja las estadísticas en la división de Ardón, en el 80% de los homicidios los asesinos han llegado en motocicleta a matar a sus víctimas. El asesinato de Roberto Funes, el cadáver que recogimos más tarde, fue el tercero cometido con el mismo modus operandi durante esa semana: sicarios en moto. Hasta julio de 2011, en La Ceiba se habían robado 204 motos.

* * *

En la Atlántida que se hunde hay una banda mucho más fiera y con más recursos que cualquier otra. Incluso es más poderosa que las pandillas y con mejores patrocinios. Mientras las pandillas se enfrentan con la policía en batallas de seis horas, Los Grillos casi nunca entablan batalla con la autoridad porque tienen gente infiltrada que les avisa cuando van por ellos.

En mi primera noche en la ciudad, un taxista fue el primero en mencionarme el nombre de la banda. El taxista me dio un recorrido por los puntos con mayor movimiento en La Ceiba: la colonia Bonitillo, en las afueras, cerca del aeropuerto; el centro de la ciudad, la zona viva, con sus bares abiertos todas las noches; “El Hoyo”, en el Barrio Inglés, con su narcomenudeo. “Esos son pesados, mire. Y solo robando motos pasan. Tenga cuidado con los que andan en moto, porque uno nunca sabe”.

Al siguiente día fue un periodista oriundo de La Ceiba quien añadió más al relato sobre Los Grillos. Este periodista sabe historias, tiene contactos, teléfonos, pero nunca publica nada al respecto. Sabe que escribir sobre ello es complicado. Solo se mantiene informado y a él remiten aquellos en Tegucigalpa a quienes les interesa saber qué pasa en la región. “Aquí, que un periodista se meta con los narcos o con los actores que se mueven alrededor de la droga le puede costar la vida”, me dijo, mientras almorzábamos en un restaurante de la ciudad.

—En esta región han asesinado a cuatro de los periodistas que ahora denuncian a escala internacional. Y yo estoy convencido de que nada tiene que ver la represión, que sí existe. Tres de ellos demasiado metieron las narices donde no debían.

—¿Y el cuarto?

—A ese lo mataron esta semana por una imprudencia. ¿No viste la noticia? Querían robarle una laptop que llevaba entre las manos. Yo ando mi laptop, pero la llevo en el maletín. Él salió con ella así, al descubierto, se opuso al robo y lo mataron.

—¿Lo mataron Los Grillos? Me han dicho que es la banda de ladrones más grande de la zona.

—No, Los Grillos no matan por tonteras. Ellos se dedican a robar autos y motocicletas para deshuesadoras, extorsionan, secuestran y hacen pongas o quites de droga y dinero del narcotráfico. Cuando preguntés por ellos, tené cuidado, porque nacieron cómplices de la Policía.

Hace 10 años, un grupo de policías de la Atlántida (eran elementos de La Ceiba, Tela y Arizona) se aliaron con un grupo de ladrones de la localidad para operar “de manera impune”, según me dijo un investigador de la Policía que le lleva la pista a Los Grillos. Nadie sabe –o nadie quiere decir con exactitud- quiénes fueron los fundadores. A este investigador lo conocí mejor un día después de reunirme con el periodista. Apareció en la oficina de Ardón justo después de que el jefe me enseñó las fotos del líder pandillero que aventaba granadas contra policías. Este investigador me dijo, agazapado, susurrando, viendo para todos lados en un cuarto escondido de la delegación, que “aquí no sabemos quiénes son amigos o enemigos'.

Los Grillos se han hecho más poderosos tras descubrir que por Atlántida pasa droga, que los policías pueden hacer retenes, que los civiles pueden disfrazarse de policías, y que hay camionetas todoterreno que llevan compartimentos escondidos. Compartimentos que llevan droga hacia el norte y dólares hacia el sur. “Se hicieron más poderosos haciendo pongas o quites. Ellos tienen armas pesadas, mejores que las nuestras. Autos del año, camionetas, carros tipo turismo”, dijo el investigador.

El último golpe por el que este investigador quisiera acusar a algunos miembros de la banda ocurrió tres semanas antes de mi visita. Se dice que quisiera porque él sabe que eso implica ir con cuidado y ocupar su tiempo libre para investigaciones que le exigen más horas de las que tiene al día. El 11 de julio, un retén policial detuvo en la jurisdicción de San Juan Pueblo (un lugar conocido como “La Nueva Colombia” por sus nexos con el narcotráfico) a dos jóvenes que conducían un pick up todo terreno. Horas después de practicado el retén, los jóvenes fueron encontrados muertos en un camino vecinal del municipio de Arizona. La camioneta fue incendiada y al vehículo le hacía falta uno de los compartimentos del combustible. Cuando la familia reclamó que sus fallecidos aparecieron muertos después de ser retenidos por policías, la jefatura de Atlántida tuvo que confirmar la retención. En teoría, los jóvenes fueron liberados por los agentes. En teoría…

—Todo apunta a que estos muchachos iban con un pago de droga en el vehículo. La banda lo supo y los interceptaron. Lo que no supieron es que esa camioneta llevaba vigilancia de otros vehículos adelante y atrás. Por eso supo la familia lo que les había pasado. Los mismos narcos les avisaron.

—¿Se sabe cuánto dinero iba encaletado?

—No. Pero dicen que entre 800 mil y dos millones de dólares.

Cuatro días después, entre las rocas bajo el puente Saopín, en la ciudad de La Ceiba, apareció el cadáver de Jony Vásquez López, uno de los policías de tránsito que participaron de ese operativo. Apareció sobre el lecho del río, boca abajo, con el cráneo y la cara partidos, pero sin heridas de bala ni de arma blanca. Vásquez López “se cayó” del puente, que tiene una altura de unos 20 metros aproximadamente. El investigador cree que lo aventaron.

—Es raro que los narcos hagan esto, y en eso radica el poder de Los Grillos: tener de lado a la Policía. Los narcos, para no hacer bulla, prefieren no entrar en pleito con la Policía. Pero vea: creo que muchos quites estaban haciendo en esa zona y querían mandar un mensaje. ¡Es que esto es un cagadal!

El investigador pareció molestarse y se retorció en la silla antes de repetir: “¡Es que esto es un cagadal!”. El investigador es joven, como era el policía al que “aventaron” desde el puente. El investigador me dijo que si alguien tenía que pagar no tenía que haber sido ese muchacho, que era “buena persona” y que seguro solo recibía órdenes.

En La Ceiba en estos días todos hablan en susurros sobre los supuestos policías infiltrados. Sobre todo porque la jefatura, tras el incidente, trasladó a todos esos policías de San Juan Pueblo hacia la cabecera. Nadie confía en nadie. “Esto es como si usted durmiera con el enemigo. Es complicado”, me dijo Ardón, después de enseñarme la foto del pandillero que aventaba granadas, después de que González le informara que una moto ya la habían recuperado, y justo antes de que apareciera en escena el investigador de Los Grillos.

Pregunté por teléfono al comisionado Carlos Aguilera, jefe departamental de Atlántida, si estaban investigando el caso de San Juan Pueblo. Aguilera respondió que sí. También me dijo que el oficial Jony Vasquéz López había tomado antes de morir, y en un momento de imprudencia se cayó del puente. “Fue meramente accidental. Todo apunta a que fue una caída del puente en estado de ebriedad”, dijo.

—Con falta de recursos, salarios bajos, tentaciones fuertes producto del legado del narcotráfico, ¿diría que la Policía de Atlántida está infiltrada? –pregunté.

—No somos químicamente puros, pero tampoco podría decirle que lo que me dice es cierto.

—¿Por qué movieron a los agentes de San Juan Pueblo a La Ceiba?

—Cuando denuncian públicamente que policías tienen que ver o están relacionados con un hecho criminal, tienen que ser suspendidos de ese cargo para que no entorpezcan las investigaciones.

—¿El oficial Jony y la gente de San Juan Pueblo estaban ligados a Los Grillos?

—No puedo darle valoraciones sobre esto. No podemos llevarnos por presunciones. No podemos presumir. La prueba para nosotros es práctica, objetiva y científica.

La mata original de Los Grillos está en Bonitillo, la colonia en donde Ardón coordinó un operativo para que yo pudiera ver a sus muchachos en acción.

Operativo de la DNIC en la colonia Bonitillo, La Ceiba. " /></div><div class= 
Operativo de la DNIC en la colonia Bonitillo, La Ceiba. 

 

* * *

A las 11 de la mañana, frente a una veintena de motocicletas que una veintena de víctimas nunca llegó a reclamar después de que se las robaran, nos despedimos de Ardón. Quedamos de reunirnos al regresar del operativo en Bonitillo. Pero justo antes de subirnos al pick up apareció un ceibeño que llegó a reclamar una Yamaha azul. Venía agitado y lamentándose. Se la habían robado temprano en la mañana, junto con su mochila, 8,500 lempiras y un GPS. “Es que son bobos”, dijo González, cuando nos subimos al vehículo. “Las empresas por eso compran GPS, para que ellos los instalen en la moto, pero no lo hacen. Suerte tuvo que encontráramos la moto. A ese seguro le tocará reponer el dinero y el aparato”.

De camino a Bonitillo paramos en una gasolinera para echar combustible al vehículo. Detrás nuestro venía el resto del equipo, en otro pick up prestado por la Fiscalía. En ese también venía la fiscal con la que Ardón y su gente coordinaron el operativo.

Bonitillo es el refugio principal de Los Grillos. Llegaron ahí después de que un grupo de hombres armados, a quienes llaman “Los Pumas” los anduvieron cazando por toda La Ceiba. De eso hará dos años. Atlántida es una mezcla compleja de ingredientes que resultan en una densa masa violenta. Los Pumas son líderes de colonias organizadas –algunos apadrinados por empresarios- que, cansados de la inseguridad, se toman la justicia en las manos. El asesinato más celebre que la gente –y algunos investigadores- le achacan a Los Pumas ocurrió el 28 de diciembre de 2009. Ese día, unos sujetos en automóvil dispararon 11 balazos a Donaldo Imgram James Cobarn, mejor conocido como Begué.

Aquel negro de 49 años, gorra para atrás, camisa y jeans flojos, era el hombre más poderoso del bajo mundo de la ciudad. Vivía en el Barrio Inglés, uno de los primeros barrios que dieron origen a La Ceiba, ubicado a una cuadra de la cárcel y a 100 pasos frente al mar. Begué era tan poderoso que nadie creía que fuera cierto que lo hubieran matado. “Como era día de los inocentes”, me dijo otro taxista que se mueve entre el centro de la ciudad y la zona viva. Cuando salí de la ciudad me quedé con la impresión de que no hay taxista, periodista, policía, empresario o fiscal que no conozca la historia de Begué. La casa que heredó a su esposa y a sus hijos es un pequeño palacio sobre la calle más turística de La Ceiba. La calle que todos los meses de mayo se convierte en paseo obligado del carnaval y en donde en uno de los extremos los ceibeños presumen su “zona viva”. Es una casa con portón grande de metal, desván de lujo en el segundo piso (que contrasta con la precariedad de las casas vecinas y de los arrabales ubicados cerca del muelle) y vigilancia vecinal. La casa está ubicada frente a El Hoyo, el mercado principal del narcomenudeo. Dicen que Begué lo regentaba, pero él siempre dijo que su dinero venía de una camaronera.

Si en Atlántida se le quiere poner rostro a los actores que se mueven alrededor del narcotráfico no hay mejor rostro que el de Begué. El último año de su vida lo pasó preso, acusado de narcotráfico, lavado de dinero y juegos ilícitos (había creado una lotería clandestina). En prisión organizaba torneos de fútbol en el que jugadores del Futbol Club Vida de La Ceiba (de primera división) se enfrentaban con reos de la ciudad. A la cárcel también llevó a Kabeto, uno de los cantantes de reggae más famosos de Honduras. Hay un video en Youtube que registra la actuación del cantante en la cárcel del Barrio Inglés. Al final de la toma, Kabeto y Begué se funden en un abrazo.

Tumba de Begué, rey del narcomenudeo en la Ceiba, según las autoridades. Begué fue asesinado el 28 de diciembre de 2009. " /></div><div class= 
Tumba de Begué, rey del narcomenudeo en la Ceiba, según las autoridades. Begué fue asesinado el 28 de diciembre de 2009. 

En esa cárcel, Begué demostró qué tan amigo era de hombres poderosos. En septiembre, a la cárcel fue enviado Fredy Mármol, un joven empresario (entonces de 30 años), acusado de lavado de dinero y narcotráfico. A Mármol lo capturaron en San Pedro Sula, en un restaurante. Celebraba el cumpleaños de uno de sus hijos. En el operativo le decomisaron una pistola Pietro Beretta con baño de oro. Begué y Mármol compartieron cárcel dos meses. A finales de octubre de 2009, Begué fue liberado con un fallo cuestionado por la Fiscalía. Días después, fue asesinado a escasos metros del portón de su casa. “Todavía recuerdo la humareda de pólvora que se vino desde la calle”, me dijo el viejo “Guachi” –así lo llamaba Begué-, el cuidandero del cementerio del Barrio Inglés. El cementerio está ubicado detrás de la mansión del otrora “rey de La Ceiba”. “Es que eso era. Él no necesitaba que le pidieran para ayudar a la gente pobre”, me dijo Guachi, un anciano bajito y moreno que alguna vez fue vigilante. “Por eso me decía así: tome Guachi, para los cigarros, y me daba unas mis 500 lempiras (unos 27 dólares)”.

El día que lo enterraron, dice el viejo Guachi, más de 5,000 dolientes le rindieron tributo en el cementerio. Hubo mariachis y se repartió comida. Su tumba hoy sobresale entre todas con un mural en el que Donaldo Imgram James Cobarn, alias “Begué”, alza el puño izquierdo y abraza a su padre con el brazo derecho. Es la tumba del rey Begué, el hombre que todos creen fue asesinado por Los Pumas.

La fama de este grupo de hombres justicieros creció con el gobierno de Ricardo Maduro (2002-2006), cuando en toda Honduras se libró una cacería extraoficial de pandilleros y delincuentes y hasta una comisionada policial denunció lo que parecía ser una política de exterminio girada por altas autoridades. Su nombre es María Luisa Borjas y para cuando hizo las denuncias dirigía la unidad de asuntos internos de la Policía. Borjas no duró mucho en el puesto.

Lo que hay hoy en La Ceiba es el remanente de Los Pumas: grupos de hombres que para la gente “son Los Pumas pero que entre ellos se identifican como miembros del comité de seguridad del barrio o la comunidad”, me dijo el periodista, cuando me explicó el asesinato de un reconocido puma de Bonitillo.

Cuando Los Grillos se refugiaron en ese sector, nunca supieron que Julio Funes, un empresario olanchano de autobuses, les opondría resistencia. Él y sus seguidores en el sector les plantearon batalla a Los Grillos y comenzaron la cacería. En 2010 se reportaron ahí cuatro homicidios. En 2011, en los primeros meses, nueve. Según el investigador de Los Grillos esas bajas son producto de la guerra entre la gente de Julio y Los Grillos.

-¿Cómo mataron a Julio? -le pregunté.

-¡Otro cagadal! Le metieron 48 balazos y se llevaron en cuenta a dos pasajeras que se acababan de subir al autobús.

A Julio le habían advertido que dejara de manejar el autobús, pero nunca agarró consejo. A Julio, días antes de que lo mataran, unos policías lo detuvieron y le decomisaron las armas que portaba. Entonces el 30 de abril salió sin armas, y 10 minutos después de dejar el centro de la ciudad lo mataron. Ese día, según el investigador, en Iría, una colonia pegada a Bonitillo, donde se replegaron Los Grillos, estos celebraron la muerte de su enemigo. Días después, la unidad de Ardón hizo tres capturas relacionadas con esa muerte. Uno de los capturados, dice el investigador de Los Grillos, fue policía de Atlántida.

A Bonitillo por eso es que los hombres de Ardón iban fuertemente armados y con chalecos antibalas. En un primer momento pensé que era más una demostración de poder, de show de parte del equipo de Ardón. Que González me dijera que ahí se ponía 'caliente' me entraba por un oído y me salía por el otro cuando descubrí lo que fuimos a hacer a Bonitillo. Ahí no caería ningún grillo ni ningún puma ni ningún pandillero. Ahí fieros policías fueron a rescatar a un grupo de niños desnutridos, luego de una denuncia de un vecino. '¡Mami, mami!', gritaba una de las niñas y lloraba. 'No quiero que se lleven a mis hijos', dijo la madre, también llorando, cuando se dio cuenta de que se irían con esos hombres extraños que entraban y salían de la casa sin pedir permiso.

La fiscal le preguntó a la mujer pobre, en una casa de pobres, cuándo era la última vez que habían comido. La mujer no supo qué responder, pero en el piso de tierra había rastros de aguacates que cortaron del palo en el patio para alimentarse ese día. En una andadera enmohecida estaba el cuchillo con el que horas o minutos antes los habían partido.

El operativo duró menos de 40 minutos y la gente coordinada por González hacía perímetro en una casa de pobres. Yo no entendía por qué. Tampoco entendí la cara de aflicción que tenían todos cuando uno de los pick ups no quiso encender. Entonces González y otro policía golpearon los bornes de la batería y empujaron el carro para que arrancara. Y fue hasta entonces cuando nos largamos del lugar a toda prisa.

Nos fuimos a otra colonia, y González y el resto del equipo le quitaron una bebé de cinco meses a una madre adolescente que lloraba desconsolada en el asiento de atrás, a la par mía. A la muchacha la denunciaron porque la niña a menudo se ahogaba en su propio llanto mientras ella se emborrachaba en la casa.

-¡Se me calma! –le gritó, severo, el subinspector González-. Yo solo acepto llantos cuando hay muertos. Y aquí no ha habido ningún muerto, ¿o sí?

Ese día me quedé con la impresión de que Ardón, con su sonrisa, González con su porte de pequeño vaquero, y toda la unidad de homicidios de La Ceiba me habían tomado el pelo. Me quedé pensando que si todos los policías de Honduras hicieran operativos para complacer la curiosidad de los periodistas extranjeros, los centros de resguardo infantil del país colapsarían, porque Honduras es tan pobre como El Salvador, como Guatemala, como esta región en donde hay malos matando gente y unos policías que para lucirse llegan a joder a una familia pobre solo porque no tienen qué comer.

Ni el asesinato que estaba a punto de contemplar, en el que un cuerpo quedó tirado frente a unas niñas que comen minuta, cerca de una moto Yamaha azul, ni la confesión que González me haría en esa escena del crimen me sacaron esa imagen de la cabeza: policías haciéndose rudos donde pueden. Cambié de opinión hasta el siguiente día, cuando me quejé con el investigador de Los Grillos de la actuación de sus compañeros.

—No lo vea así... es que mire, en Bonitillo sigue viviendo la gente de don Julio.

—¿Y eso qué?

—Que esa gente, armada, cree que todos los policías estamos con Los Grillos. Ya le dije, ahí está Iría, donde van a celebrar sus golpes. Cuando lo hacen, la gente de don Julio ha querido ir a buscar pleito, pero siempre se topan con patrullas de la Policía Preventiva que rodean el sector, como protegiendo a Los Grillos.

—¿Así de infiltrados están?

—Así. Es que mire: ¡esto es un cagadal!


* * *

Cuando regresamos de Bonitillo, uno de los policías procesó a los menores de edad en la oficina fiscal ubicada en las instalaciones de la Policía. Las dos madres lloraban desconsoladas en la sala de espera. Los niños de la madre pobre ya se habían calmado. González me dijo que habían localizado la segunda moto que habían robado en la mañana y me invitó a la persecución. Hoy era yo el que estaba caliente y preferí quedarme con la mamá de los niños pobres y desnutridos. Ese día le quitaron a sus hijos y hasta este día no se los han devuelto.

Una hora después nos reencontramos con Ardón en su oficina. En eso apareció González. La moto se les escapó de nuevo. A preguntarle a Ardón iba qué por qué en lugar de mandarlos a investigar homicidios manda siete policías a Bonitillo para que rescaten a niños pobres cuando sonó el radio comunicador de la oficina. El oficial informaba que en una colonia de las afueras de la ciudad había un muerto. Ardón nos prestó su carro, el que le han asignado, el que a veces le presta a González, y este se fue por todo el camino diciéndome: 'Al rato y ni llegamos y se va sin un muerto. Al rato y ni llegamos...'. El carro estaba a un pelo de quedarse sin gasolina.

Cuando llegamos al lugar, la escena ya estaba acordonada y una mujer gritaba desde el otro lado de la cinta.

—¡No se lo llevan! ¡No se lo llevan! -gritaba la hermana de Roberto Funes.

—Señora: ¡deje el llanto y déjenos trabajar! No lo ponga más difícil –le advirtió González, cansado de las amenazas de la mujer doliente, que en segundos logró que unas 12 personas gritaran lo mismo-: ¡El cuerpo no se lo llevan! ¡De nada sirve que ustedes hagan algo.

En eso, otro investigador colocó sobre el pecho del cadáver un fajo de lempiras que acababa de sacar de la cartera de la víctima. El robo quedó descartado. Este investigador era el mismo que procesó el caso de los niños pobres.

-¡Valencia! ¡Venga! –gritó González, y me apartó de los dolientes.

Caminamos apenas unos metros hacia el parqueo de la gasolinera del lugar. González me llevó frente a la cama de un pick up de la Policía Preventiva. Al pick up lo custodiaba un soldado. Sobre la cama del pick up había otra moto Yamaha color azul.
González intuyó rápido lo que le iba a preguntar y apenas dejó que pronunciara un par de palabras antes de interrumpirme.

—Les dimos persecución, pero se nos escaparon. Del río se saltaron para acá y vinieron a dar el golpe...

—La moto...

—La querían para dar este golpe. Como interceptamos la primera, robaron la segunda. Ya estaba planeado. Si hubiéramos interceptado esta también este fulano se hubiera salvado.

La familia, González y Ardón creen que a Roberto Funes lo mataron por lo que hacía. En teoría, lo mataron miembros de una banda de asaltantes que opera en esa zona. En teoría fue una vendetta parecida a la de Los Grillos y Julio, a la del narco y Los Grillos/policías, a la de Los Pumas y Begué. Roberto Funes era miembro del comité de vigilancia de la colonia Los Melgar, ubicada a 10 minutos de donde murió.

De regreso en la delegación, nos topamos con que Ardón se escapaba por una ventana sin vidrios que da al parqueo, cerca de las motos incautadas. Ahí hay una especie de bodega que conecta con la oficina, su puerta trasera. Ardón se sabe interceptado y ríe, apenado.

—¡Me descubrieron!

El jefe Ardón terminaba de armar sus maletas para un descanso de fin de semana. Le contamos a Ardón el incidente de la colonia Melgar y afinó detalles sobre el seguimiento con González. Entonces le pregunté al jefe Ardón qué se siente no poder resolver nada y dejar los casos en teorías, aquí, en Atlántida, el departamento más violento de la región más violenta del mundo. Un día después, fue González quien dio mejor respuesta. 'Se hace lo que se puede con lo que se tiene'. Me dijo que no hay luminol, que a veces tienen que sacar huellas dactilares improvisando con papel carbón. Me dijo que cuando las autoridades quieren reforzar a la Policía solo piensan en Tegucigalpa y San Pedro Sula, pero que 'en Atlántida never'.

Antes de que Ardón se fuera, le pregunté sobre la certeza en la que basa su principal suposición: 'El 80% de las muertes tienen que ver con ajustes de cuentas de problemas relacionados con el narcotráfico'. ¿Cómo lo sabe? Si nada queda resuelto. Si todas son sospechas, suposiciones.

—Hasta donde podemos llegar, todo apunta en esa dirección, están relacio...
González lo interrumpió.

—¿Le contamos el chiste de la unidad, jefe?

—¿No se lo sabe? –me preguntó Ardón.

—No.

—Cuénteselo.

González se dejó ir:

—Aquí solo hay dos cosas que quedan pendientes en los expedientes...

—¿Cuáles?

González miró a Ardón a los ojos. Ardón ya se estaba riendo. González y yo estamos a punto de acompañarlo.

—¡Descubrir a los responsables y capturarlos! ¡Ja,ja,ja!


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