Un miércoles de febrero dos hombres armados -uniformados y con toda la indumentaria de la Policía- bajan a Dani de un microbús en Soyapango, lo llevan a un oscuro pasaje de una colonia controlada por la Mara Salvatrucha, y lo golpean hasta desfigurarlo. Dani podría considerarse afortunado: puede contarlo. Sus agresores siguen trabajando en lo suyo, amparados por un sistema que parece fomentar la impunidad, en especial cuando las víctimas son de los estratos más bajos de la sociedad.