Crónicas y reportajes / Impunidad
Un western llamado Honduras

Solo en el país más violento del mundo la ciudad es demasiado pequeña para que en ella quepan dos policías con mucho poder, con muchos recursos, con mucha rabia. Un exdirector de la Policía acusa al director de turno de haberle matado a su hijo. Al final, uno de los dos tiene que huir, y Honduras, con sus muertos de cada día, sigue siendo el mismo país de siempre que rueda al despeñadero.


Fecha inválida
Daniel Valencia Caravantes

 

El jefe de la policía hondureña, Juan Carlos
 
El jefe de la policía hondureña, Juan Carlos 'El Tigre' Bonilla, se prepara para pasar una prueba de drogas y el polígrafo en Tegucigalpa el 6 de mayo de 2013 como parte de la investigación sobre la infiltración del crimen organizado en la policía. Foto AFP

Un día después del asesinato de Óscar Ramírez, El Tigre estaba en nuevos aprietos. En una de las muchas reuniones que tuvo ese 18 de febrero, quizá lo que realmente le preocupaba era que él, precisamente él, El Tigre, sería acusado nuevamente por un asesinato: el asesinato del hijo de Ricardo Ramírez del Cid. De alguna forma sabía que eso iba a pasar, porque quizá se enteró de que eso era lo que andaba pensando, rabioso, el exdirector espía. Por eso, en una de las muchas reuniones que sostuvo ese lunes 18, El Tigre dio explicaciones, sin que nadie se las pidiera, sobre sus movimientos en la noche del asesinato de Óscar Ramírez.

El Tigre dijo que esa tarde, junto a su escolta personal, había estado visitando la localidad de Valle de Ángeles, un pueblo pintoresco lleno de bares y cafés en una montaña ubicada a 40 minutos de Tegucigalpa. El Tigre dijo que bajó de Valle de Ángeles a eso de las 7 de la noche, y que tuvo en mente visitar a Hilda Caldera, la viuda de Alfredo Landaverde. Dicen quienes les conocen, que por haber sido alumno de ambos, El Tigre –como muchos otros oficiales- le guardaba un gran respeto a la pareja.

A última hora, dijo El Tigre, desistió de ir a visitar a la viuda de Landaverde, y le pidió a su escolta que lo llevara a casa. La casa de El Tigre está ubicada muy cerca del lugar del crimen, en una colonia clase media baja. Es tan cercana su casa que, en otros tiempos, cuando El Tigre no tenía el poder que tiene ahora, era frecuente verlo comer ahí, en ese comedor, con el cuerpo apuntando hacia la calle. Desde que se convirtió en director de la Policía, El Tigre pedía a su escolta que le fuera a comprar la comida, para comerla en casa.

Aquella noche, luego de su paseo en las montañas, El Tigre sintió hambre, y le pidió a su chofer que fuera a comprar la cena. Un pollo frito. En su casa, El Tigre vivía solo. Ahora vive custodiado por un séquito de guardaespaldas.

Se estima que la balacera en la que falleció Óscar Ramírez ocurrió a las 8:10 de la noche. Y El Tigre aseguró, en una de sus muchas reuniones, que unos 10 minutos después una conocida le avisó que algo había pasado muy cerca del barrio. Pensó El Tigre en lanzarse a la cacería, pero luego desistió de hacerlo porque todavía no había regresado su escolta.

Para cuando El Tigre llegó a la escena del crimen, ya estaban ahí los agentes que habían comido chuletas en ese comedor, los mismos que patrullaban la zona, los que se arrepintieron de no haber estado ahí. En una de las reuniones en las que El Tigre contó cómo movió sus pasos, dijo que una patrulla anduvo cerca del sector; y, que de haber actuado profesionalmente, hubieran capturado, esa misma noche, a los tres hombres que se fugaron.

***

Solo entendiendo que Ricardo Ramírez del Cid sabe cómo obtener información, uno se explica que la versión que él maneja sobre los movimientos de El Tigre Bonilla en la noche en que fue asesinado Óscar Ramírez sea una versión completamente diferente.

Según declaró Ramírez del Cid, El Tigre Bonilla fue visto por varios testigos cerca del comedor en el que fue asesinado su hijo. En concreto, que El Tigre fue visto en una gasolinera muy cercana al negocio, en los momentos previos a la balacera. En su versión, Ramírez del Cid asegura que el mismo Tigre le confesó, en la noche de la vela de su hijo, la noche en la que él pensó decirle a sus amigos que se lo amarraran, que en efecto él estuvo en esa gasolinera, y que en efecto estuvo a punto de detenerse en ese comedor, para comprar su cena, pero que desistió de hacerlo porque había muchos comensales.

Las investigaciones que Ramírez del Cid hizo con su gente, en pararalelo a la investigación que hicieron los subalternos de El Tigre, lo condujeron hasta el hospital en donde se recuperaba el sicario que quedó vivo después del tiroteo. Esa investigación y el “primer” testimonio de ese sicario, le confirmaron que detrás del asesinato de su hijo incluso estuvieron involucrados no solo policías, sino también oficiales del ejército. Los pistoleros que irrumpieron en el comedor, mientras Óscar Ramírez cenaba, habían sido contratados, presumiblemente, para secuestrar a su hijo.

Días después del asesinato la Policía hondureña capturó a otros tres hombres y los vinculó al caso. Uno de ellos era uno de los meseros del comedor, un joven que se dedicaba a servir chuletas y lavar trastos. Un joven que para El Testigo no tiene nada que ver con el crimen.

-Uno se deja llevar por el tiempo en el que conoce a la gente, y ese muchacho llevaba trabajando aquí muchos años. Es un muchacho humilde, una buena persona –dice El Testigo.

Luego de las capturas, Ramírez del Cid denunció que el crimen se estaba encubriendo, pidió que se separara a El Tigre de su cargo, que se le investigara, denunció que el sicario herido en el hospital, el que en un primer interrogatorio había dicho que policías y militares les habían contratado, les habían dados las armas, corría peligro. Denunció que a ese testigo le hicieron cambiar su primera versión, denunció que ahora se dijera que lo que esos pistoleros querían era asaltar el comedor, que fueran pandilleros del Barrio 18 que recibieron órdenes desde la cárcel; se quejó de que ahora se dijera que en un acto desesperado de protección, los Cobras que cuidaban a su hijo fueran los responsables de provocar la balacera, sacando sus armas, propiciando que los pistoleros también dispararan las suyas.

El Testigo ha leído esa versión en los periódicos.

—Pero lo que yo no me explico es que, si eso fue así, ¿por qué nunca fueron a la caja registradora del negocio, para robar el dinero, si es a eso a lo que venían? ¿Por qué después de la balacera, los que quedaron vivos, simplemente salieron huyendo? –dice El Testigo.

Una de las últimas quejas de Ramírez del Cid tenía que ver con los seguimientos, que, según él, le estaba haciendo un policía con nombre y apellido: Daniel López Flores, un oficial investigado por el extravío de armas en la Policía. La corporación negó que se estuviera persiguiendo a Ramírez del Cid.

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El Tigre Bonilla, hoy más que nunca, es un hombre con mucho poder. Los adversarios y críticos de su gestión, y sus simpatizantes, lo comprobaron a finales de marzo, cuando El Tigre compareció ante el Congreso hondureño.

Un mes después del asesinato de Óscar Ramírez, el Congreso celebró una semana por la justicia, en la que el aparato de Seguridad pública se comprometió a rendir cuentas a los legisladores, y a la nación. Fue aquella una especie de expiación de culpas. Un show en el que, turno por turno, los responsables de la seguridad del país expusieron aquellos que consideraron como logros, y los diputados, con muy pocas ganas, cuestionaron aquellos que no les cuadraba. Para muchos, el ambiente era propicio para que aquello se convirtiera en un juicio público en el que El Tigre se sentara en un banquillo a explicar y a defenderse de las acusaciones que le había hecho Ricardo Ramírez del Cid. Sin embargo, El Tigre Bonilla llegó a ese evento bastante calmado, y salió de su comparecencia completamente victorioso.

A diferencia del Fiscal General de Honduras, del jefe de la Dirección de Investigación y Evaluación de la Carrera Policial (DIECP), y del mismo secretario de Seguridad, Pompeyo Bonilla, El Tigre salió ileso. A los anteriores, en orden de gravedad, los diputados les dieron de palos. Al primero porque el fiscal, muy honesto, declaró que su institución solo era capaz de procesar el 20% de todos los delitos que se cometen en el país. Para abril, el Congreso le montó una comisión interventora que será, al final de cuentas, la que defina su futuro político.

El segundo, el hombre que vigila a los policías, fue duramente cuestionado por lo que los legisladores consideraron como un lento avance en el proceso de depuración policial, arrancado hace más de un año, luego del asesinato del hijo de la rectora Castellanos. Por más que Eduardo Villanueva intentó explicar que si su trabajo era lento no era porque “proteja” Policías, sino porque las herramientas legales a su alcance le obligan a cumplir procesos, subordinarse al director de la Policía, y “recomendar” depuraciones… El Congreso, el mensaje que lanzó el Congreso, fue que si la Policía seguía sin sanearse, el responsable era él y nadie más. A partir de esas comparecencias, el puesto de Villanueva pende de un hilo, y la prensa hondureña ya lo da como un funcionario que está a punto de ser despedido por el presidente Lobo. En tercer lugar, el ministro Pompeyo Bonilla, aunque no recibió las criticas con la contundencia de sus predecesores, no pudo desligar de su gestión los datos que hablan mal de ella: en casi dos años, los indicadores seguían colocando a Honduras como el país más violento del mundo.

Al menos tres de los invitados a esas comparecencias recuerdan que cuando fue el turno de El Tigre Bonilla, el ambiente estaba demasiado tenso y ellos, así lo dicen, no niegan que se pusieron nerviosos. Ahí se paraba el Tigre, vestido de gala, con su caminar tosco y su ceño fruncido. Entre el público presente había un ex comisionado de la Policía que se quejó, en su mente, de la actitud que había tomado El Tigre Bonilla en el evento. Dice que era una actitud displicente y, según él, irrespetuosa en un detalle que, para aquellos que han tratado a El Tigre, es un detalle sin mucha importancia, sobre todo porque a Él lo último que se le pediría es que sea un hombre gentil, de buenas maneras, protocolario.

—Ni siquiera tuvo la decencia de guardar el protocolo que se nos ha inculcado en la Academia. Imagínese que siempre tuvo puesto el kepi en la cabeza. ¡No puede ser! Uno llega con su kepi o su sombrero, se lo quita durante el acto, y se lo vuelve a poner cuando el acto termina– se queja este ex comisionado, testigo de la intervención del Tigre Bonilla en el Congreso.

Quizá en cualquier otro país del mundo, en el que un funcionario es acusado de algo, sus superiores lo separan momentáneamente del cargo, mientras se investiga si tiene o no relación con ese hecho denunciado. Uno esperaría eso, sobre todo si de ese funcionario depende la investigación del hecho denunciado. Cualquier hubiera esperado en Honduras, y sobre todo lo hubiera esperado Ricardo Ramírez del Cid, que a El Tigre en el Congreso de Honduras se le pidiera explicaciones del crimen de Óscar Ramírez. Pero a El Tigre nadie le preguntó nada. Él subió al estrado, dio las cifras que quiso dar, dijo que el país era más seguro desde su llegada, se bajo del podio y nadie le preguntó nada.

—¡Nadie le preguntó nada! Era como si los más de 100 congresistas le tuvieran miedo, porque de verdad que aquí no se puede decir que ese hombre hipnotice al público. Él en sí mismo es demasiado grave, hasta para hablar –dice otro ex funcionario de gobierno que asistió al acto.

El Tigre Bonilla, un hombre que pisa los 50 años, 27 de los cuales los ha dedicado a la Policía, es un hombre con mucho poder. Y esa vez, en el Congreso, El Tigre quizá se sentía completamente seguro de sí mismo. Quién sabe. Al menos su futuro sigue siendo prometedor: el anfitrión de la fiesta en el Congreso, Juan Orlando Hernández, el presidente del congreso, el candidato a la presidencia por el Partido Nacional, el que se presume será el sucesor de Pepe Lobo, tiene como director nacional de campaña al ex secretario Óscar Álvarez, la sombra que siempre ha estado respaldando a El Tigre.

Juan Carlos El Tigre Bonilla, hoy día, es un hombre con mucho poder. Le llueve de todo y no le pasa nada. A finales de marzo, la agencia de noticias AP publicó una investigación que denunciaba la probable existencia de escuadrones de la muerte, comandados por policías, similares a los que alguna vez se le acusó de comandar al Tigre Bonilla. La investigación trajo a colación el debate de si Bonilla, como alguna vez le acusó la comisionada María Luisa Borjas, perteneció a una estructura de “limpieza social”. Desde su llegada a la dirección de la Policía, en mayo de 2012, ese señalamiento, y esas investigaciones del pasado, provocaron que Estados Unidos retuviera 11 millones de dólares del total de la ayuda que el gobierno norteamericano da a la Policía hondureña. Ese millonario recorte afectaba, exclusivamente, a las unidades que dependen directamente de las decisiones del Tigre Bonilla. Según el artículo, Estados Unidos no dará esos fondos hasta que no exista información precisa que confirme la desvinculación de Bonilla en los casos que se le señalan en el pasado.

Al Tigre Bonilla es como si no hubiera quién lo detenga. Ni esos 11 millones ni Estados Unidos. Lo respalda el presidente Lobo, el Congreso, el nuevo secretario de Seguridad, Arturo Corrales, aunque la prensa hondureña ha dicho que entre el nuevo ministro y el actual director hay “roces”, El Tigre sigue en su puesto. (Pompeyo Bonilla fue destituido tras los remezones del Congreso, y ahora es secretario privado de Lobo).

Al Tigre nadie lo detiene. El 28 de marzo de 2013, William Brownfield, Secretario Adjunto de la Oficina de Asuntos Narcóticos Internacionales y Aplicación de la Ley de Estados Unidos, fue bastante duro contra El Tigre. “No vamos a trabajar con el director general de la Policía Nacional, no tenemos relaciones con él, no ofrecemos ni un dólar ni un centavo y también hemos eliminado el nivel inmediatamente abajo, los 20 oficiales o funcionarios que trabajan directamente con el director general”, dijo. Apenas mes y medio más tarde, Brownfield fue más condescendiente: “Respeto el trabajo que está haciendo El Tigre Bonilla, lo admiro y creo que es bueno para Honduras, pero estoy restringido por la ley de Estados Unidos en términos de con quién puedo trabajar”.

***

Un mes después del asesinato de Óscar Ramírez, su padre había abandonado la ciudad de Tegucigalpa. En su casa no había señales de vida, y los agentes Cobra que custodiaban la colonia –privada, un townhouse con muro perimetral y caseta de vigilancia en la entrada- no se miraban en la zona.

Un contacto cercano a Ramírez del Cid me dice que, por el momento, con el general se puede hablar solo por teléfono… pero el general no contesta las llamadas.

El contacto, dos días más tarde, informa que el general no contesta las llamadas porque le han intervenido el teléfono, que su vida y la de su familia corren peligro.

Una semana más tarde, el contacto avisa que Ricardo Ramírez del Cid abandonará Honduras.

El domingo 24 de mayo, Ricardo Ramírez del Cid se despidió de Óscar, en el cementerio San Miguel Arcángel, el cementerio adónde terminan los restos de la élite de la policía, la milicia y de sus familias. Mientras su esposa y sus otros hijos se alejaron del nicho, para ir a comprar flores, Ramírez del Cid se hincó sobre la grama, frente a la tumba, y durante varios minutos se llevó las manos al rostro, mientras 4 agentes Cobra, armados, lo rodeaban dándole las espaldas, apuntando su vista hacia los cuatro puntos cardinales.

Esa imagen conduce, irremediablemente, a la madrugada del 16 de febrero de 2012, a la caseta de acceso de la cárcel de Comayagua, ubicada en el departamento con el mismo nombre, cerca de Palmerola, la otrora base que el ejército estadounidense utilizó para apoyar a los ejércitos regulares de Centroamérica en su lucha contrainsurgente de los años 70 y 80.

Aquella madrugada, el patio y los alrededores de la cárcel parecían la trastienda de un hospital de campaña en una zona de guerra. Por todos lados había residuos médicos, guantes ensangrentados, mascarillas ahumadas, sucias, retazos de tela quemada, sangre, sangre revuelta con una sustancia parecida al carbón, en los guantes y en los trajes plásticos que los médicos forenses habían dejado tirados en el lugar. Del penal emanaba el olor de la carne quemada. Carne humana. El cuarto en el que Ricardo Ramírez del Cid estaba reunido con otros oficiales, fiscales y jefes forenses, era el punto en el que la putrefacción que salía desde adentro era más fuerte. En la peor tragedia penitenciaria de Honduras, 360 reclusos se quemaron vivos, tras un incendio desmesurado, tras una decisión incomprensible de las autoridades: se dio la orden de no dejar salir a nadie.

Ahí estaba Ramírez del Cid, haciendo un recuento de los daños, dándose cuenta que la tragedia que ahí había ocurrido lo desbordaba. Y se restregaba los pelos de la cabeza, se estiraba la cara con ambas manos, se deshacía en un cansancio que le hacía brotar, debajo de los ojos, dos inmensas ojeras. Cuando acabó el conteo esa madrugada, Ramírez del Cid no quiso decir mucho. “Estamos agotados. Mejor hablemos mañana. Esto es demasiado”, dijo.

El general quizá estaba sobrepasado, o quizá en su cabeza daba vueltas una decisión que debía tomar, y que era irremediable: tenía que separar de su cargo al director de las cárceles, Danilo Orellana, otro policía con un rosario de denuncias por violaciones de derechos humanos en las penitenciarias. Un funcionario que se convirtió, en esos primeros meses al frente de la Policía, en uno de sus más cercanos colaboradores, amén de que entre Ramírez del Cid y Orellana existe una profunda amistad. En las horas posteriores a la tragedia se conoció la separación del cargo de Orellana, pero a la fecha no hay certezas si hay proceso abierto en su contra por la negligencia de haber dejado morir, quemadas vivos, a 360 personas.

Afuera de la cárcel, aquella madrugada, acampaba un grupo de hombres y mujeres, familiares todos de las víctimas. Uno de los hombres, primo de uno de los muertos, estaba hincado sobre la tierra, frente a la reja del penal. Ese hombre, borracho, lloraba amargamente a su primo.

Ricardo Ramírez del Cid, un día después de hincarse frente a la tumba de su hijo, abordó un avión en el aeropuerto de la ciudad de San Pedro Sula, ubicado a cinco horas, en vehículo, de Tegucigalpa. “Ex director de la Policía al exilio junto a su familia”, tituló el periódico La Prensa.

***

Inicios de mayo. Ramírez del Cid contesta el teléfono. Le pregunto si me deja contar qué hay detrás del crimen de su hijo y me dice que sí, pero que no tiene tiempo para hablar en este momento. Le pregunto si puedo visitarlo, en donde esté, y el general guarda silencio. Le pregunto si esta en Estados Unidos, o si al caso ha regreso a Honduras, y el general guarda silencio. Le digo que ya sé que sospecha que le están interviniendo las llamadas, y quedamos de comunicarnos por correo.

Le escribo, le comunico mis intenciones, le digo que le llamaré de nuevo por teléfono.

“Recibido, estaré pendiente”.

Una semana más tarde, el general atiende el teléfono de nuevo.

— ¿Cómo podemos hacer? ¿Cuándo piensa regresar a Honduras o dónde puedo encontrarlo?

—Solo puedo decirle que ahorita está todo demasiado complicado… demasiado complicado…

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