Bitácora / Pandillas
Cuentos para leer en Navidad

Los periodistas de Sala Negra de El Faro rasparon sus libretas en busca de historias que no cupieron en ninguna crónica, pero que tienen un gran valor, creemos, no solo anecdótico sino también como reflejo de los territorios que habitamos.


Fecha inválida
Carlos Martínez, Roberto Valencia y José Luis Sanz

 

 

El Pan nuestro

Por José Luis Sanz

A Isaí lo mataron la MS y el Barrio 18. Lo mataron una cámara de televisión y un accidente de tránsito. Y el ácido. Y el pan. Y lo mató el horno en el que hacía su pan.

Se llamaba Isaí Vásquez y cuando llegó a San Salvador, a la colonia San Luis, allá por el Boulevard Venezuela, tenía unos 19 años. Venía de Cruz Lomas, un cantón de Santiago Nonualco, de donde era el indio Aquino. Él y su hermano aparecieron en la colonia San Luis como desorientados, en busca de trabajo. El esposo de una tía suya tenía casa y una panadería allí. De esa panadería y en esa casa comió y durmió Isaí sus primeros meses en la capital.

Dicen que él se adaptó a la ciudad mejor que su hermano. Al otro la forma de hablar, los silencios y la sorpresa, le delataban el origen campesino y por eso los vagos de la colonia, los pandilleros del Barrio 18 que atemorizaban en esa trencilla de calles de tierra, le apodaron Belquior, como a un personaje de la telenovela brasileña “La esclava Isaura” que era torpe, vulgar y feo.

A Isaí no le pusieron mote. Era solo un nadie sin apodo que pronto se hizo de una iglesia evangélica y comenzó a cortejar a la hija de otro panadero en aquella colonia repleta de casas pobres, templos cristianos y pequeñas fábricas de pan. Antes de un año Isaí se había acompañado, sin dios ni boda. Antes de dos años ya era al menos un nadie con mujer y una hija.

Pronto dejó la iglesia y con la ayuda de su suegro compró una casa y puso su propio negocio. Una fábrica de pan, claro. Alquiló un horno y comenzó a proveer a tiendas y a vendedoras de cesto que centavo a centavo le iban compensando el trabajo. Su día a día era romperse la espalda como un mulo, como hace la gente que empieza de cero, que en El Salvador es la mayoría y en la colonia San Luis es todo el mundo. Salía de casa a diario a las 2 de la mañana, camino a la colonia El Granjero, a una veintena de cuadras de su casa, donde tenía su horno, y a veces se acostaba a sus buenas 11 de la noche, después de dejar el pan del día siguiente hecho, o al menos listo para hornear. Entre medio, alcanzaba a hacer un par de idas y venidas a casa, a almorzar, a cenar, tal vez a cazar unas horas de sueño en la tarde.

Al principio recorría ese camino a pie, pero le fue yendo bien y compró un picachito para moverse y repartir sus panes. Luego le fue mejor, y llegó a ahorrar para añadir un segundo piso a su pequeña casa y comprar otro carro, en el que sacar de paseo a la familia los domingos. Isaí no era rico, pero se fue volviendo menos pobre. Sus vecinos dicen que no tenía amigos ni tiempo para ellos. Y que no tenía vicios graves.

Lo que sí era grave era su problema con el horno; un problema de esos que son una cuenta regresiva. El horno de Isaí estaba en El Granjero, una colonia gobernada por la Mara Salvatrucha. Su casa estaba en la San Luis, controlada por el Barrio 18.

En El Granjero la Mara le cobraba renta por el negocio. Abajo, en la colonia, nadie le pedía pago pero al cabo de un tiempo los dieciocheros del vecindario le comenzaron a puyar: “mirá, ¿cómo es eso así de que arriba pagás y aquí cuando te decimos que nos hagás el paro, nada?” “Ve, qué hijo de puta” “No es así la cosa, papá...”

Una noche de sábado, como a las 11, cuando Isaí ya venía de trabajar, andaban bolos los de la colonia. Los últimos días... no es que lo hubieran renteado, pero le pedían algo: dinero, una ayuda, todos los días. Dicen que cuando se te hace asiduo el dar dinero por favor, uno a veces piensa “estos hijos de puta me están agarrando de pendejo, les voy a decir que no”.

Y esa noche a Isaí se le ocurrió decir que no.

Y le dieron verga. Y quizá él ya traía tiempo pensando en que eso iba a pasar, porque había comprado una pistola y cometió el error de sacarla. Y el error de no utilizarla porque a la hora de las horas no tuvo valor. Y entonces lo toparon entre todos, y le quitaron la pistola, y le robaron, y lo penquearon el doble de lo que le iban a penquear.

Desde aquel sábado encasquillado Isaí quedó enseñado, sometido. Se hizo habitual que los pandilleros de la colonia le pidieran el carro prestado para salir de chupa, para ir a hacer sus pegadas, para ir a buscar chicas o para hacer sus negocios. Con ese derecho que otorga el miedo, le quitaban el carro y al día siguiente se lo devolvían. A veces Isaí rogaba: “tengo que ir al horno” y los mismos dieciocheros, cargados de cinismo y de descaro, le pasaban dejando por la colonia de sus enemigos escondidos tras los vidrios polarizados del Geo Primus rojito de Isaí, para que hiciera su pan. Otras veces le usaban de taxista. Por un par de años, el panadero fue un títere con ruedas, un esclavo que hacía favores. En comunidades como la San Luis es mejor ser nadie que convertirse en un débil.

Un podrido jueves, ya de noche, llegaron a su casa y le pidieron el carro. Estaban borrachos pero tenían ganas de salir de la colonia para emborracharse aún más. Se los dio, cómo no. Y se fue a dormir como los resignados, por rutina. Unas horas después lo despertaron a gritos. Borrachos, heridos, golpeados. Habían chocado contra otro vehículo a pocas cuadras de allí, cerca de la Terminal de Oriente. El Diablón, también herido, había quedado atrapado entre los hierros y necesitaban una ambulancia, bomberos... Y al lugar no tardaría en llegar la Policía. Querían que Isaí diera la cara, que dijera que él era el dueño del carro, que no era robado, que todo estaba bien y nadie tenía por qué ir a la cárcel. Somnoliento, el panadero se vistió y les acompañó hasta aquel cruce que ya se había llenado de gente y luces. Dispuesto a mentir.

Eso hizo cuando le pusieron enfrente una cámara de Cuatrovisión. Dijo que el Diablón trabajaba para él, que no sabía que era pandillero, que le había mandado con el carro a hacer unos mandados... El país entero vio a ese pobre tipo tartamudear en el noticiero de máxima audiencia y encubrir a los dieciocheros que le tenían secuestrada la vida.

Hubo en la colonia quien en los días siguientes le recomendó no regresar al horno, no cruzar más la frontera entre los territorios de las dos pandillas. No hizo caso. Le dijeron que le habrían visto en la tele, que estaba marcado, que le iba a pasar algo. No hizo caso. “No, hombre, es que la necesidad...”, decía aferrado al sentido común del hambre. “No seas maje, te puede pasar algo, has salido en la tele y aquellos ya se dieron cuenta de que vos apareces ahí como que te llevás con ellos... y aquellos no van a atender explicaciones de que vos estás siendo rehén a la hora de tomar tus decisiones”, le insistían con el sentido común del miedo. “Sí, pero púchica, mis hijos...” “Buscá quién te alquile un horno acá, no seás necio...” Pero siguió yendo, en su pick up rojito, a hacer su pan.

Lo fueron a sacar el siguiente viernes, al mediodía. Estaba horneando cuando le sacaron. Se supone que nadie vio, porque nadie dijo, pero en realidad los vecinos sí vieron cómo le fueron a sacar los chavos de la MS-13 y le subieron a su propio pick up. La esposa se dio cuenta de que algo pasaba porque no llegó a cenar. Y se empezó a preocupar por él. Y todos los vecinos supieron de inmediato.

El cuerpo apareció al siguiente día, un sábado por la mañana. En la carretera a Aguacaliente, antes de llegar al puente, cerca de la Iberia, en la calle que pasa detrás de Molsa, allí a un ladito, estaba el pick up rojo, y más adelante, en el monte, él, en una sábana.

Por la autopsia se supo que le habían hecho tragar ácido y lo habían torturado con alfileres. Con muchos alfileres. De esos con cabecitas de colores. Le iban pinchando mientras se destruía por dentro, mientras se le licuaban el esófago y el estómago. Antes, le grabaron en video un mensaje de despedida para su esposa y sus hijos. Se lo mandaron a ella días después. Un Isaí derrumbado pedía perdón por sus deslices con otras mujeres, y le decía a su esposa que cuidara a los niños.

A la vela el sábado y el entierro el domingo no llegó mucha gente, por miedo. Todos temían que los dieciocheros de la San Luis pensaran que el vecindario estaba en contra de ellos y les culpaba por el asesinato que había cometido la Salvatrucha. Por eso se quedaron en casa y se autoimpusieron el silencio. Cuanto más rabia hay debajo del miedo, más se calla, porque más riesgo hay de que una mala palabra se escape. Cuanta más repugnancia, más se cuidan los actos, porque uno no sabe cómo se van a interpretar los gestos. Nadie quiere poner balas en la ruleta rusa y el entierro de Isaí fue un desierto.

No llegó ni su hermano, al que llamaban Belquior, que andaba con una misión evangélica en Honduras y no se dio cuenta hasta el domingo por la tarde, cuando vino, de que su hermano ya estaba enterrado.

Isaí era delgado, de estatura mediana, y tenía el rostro aguileño y el cabello liso, peinado hacia atrás. En la San Luis dicen que era buena gente. Mucha gente le quedó debiendo dinero. Tenía unos 25 años cuando lo mataron. Vivía en la calle principal de la colonia, frente a los lavaderos públicos, a dos casas de la de su suegro, después de los túmulos. Ahí vive su viuda todavía. Todos los días echa pupusas en la casa de su papá.

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