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¿Vamos a la guerra?

En El Salvador se mueven aires turbios: Una escalada de muerte galopante, desplazados, posibles grupos de exterminio dentro de la policía, una clase política que toca batucada con los tambores de la guerra y una sociedad civil que pide sangre… ¿vamos a la guerra?


Fecha inválida
Carlos Martínez

 Si las cosas no se salen de curso –o sea, de este mal curso-, si no hay de pronto un milagro, o resulta que competidores latentes como Belice o Venezuela nos pasan zumbando al lado en un inesperado sprint final, en 2016 seremos conocidos como el país más violento del mundo. “Más”... “del mundo”.

Foto de Archivo: Un policía extrajo esta fotografía del teléfono celular de un pandillero del Barrio 18 Sureños. En ella, siete pandilleros posan en las faldas del volcán Chinchontepec con cinco fusiles M16, una carabina y una escopeta. Llevan uniformes que pertenecen a la Policía Nacional Civil (PNC) aunque la corporación no sabe cómo los obtuvieron. De los uniformes militares, dos están desfasados y son fáciles de conseguir. Foto: Cortesía PNC
 
Foto de Archivo: Un policía extrajo esta fotografía del teléfono celular de un pandillero del Barrio 18 Sureños. En ella, siete pandilleros posan en las faldas del volcán Chinchontepec con cinco fusiles M16, una carabina y una escopeta. Llevan uniformes que pertenecen a la Policía Nacional Civil (PNC) aunque la corporación no sabe cómo los obtuvieron. De los uniformes militares, dos están desfasados y son fáciles de conseguir. Foto: Cortesía PNC

Tenemos una cadencia de asesinatos creciente, que no cede y que no da –por ahora- ninguna señal de debilitarse. Sumamos homicidios a punta de masacres y masacre es una palabra cada día menos sangrienta, más rutinaria. Hoy mismo, mientras escribo esto, tengo en mente la masacre de hoy: cinco muertos. Las últimas dos masacres fueron de ocho cada una y ocurrieron el mes pasado.

La posibilidad de establecer un diálogo con los principales generadores de asesinatos, o sea, las pandillas, terminó en la basura antes de ser explorada y comprendida en su totalidad: ¿un experimento como la tregua pudo haberse institucionalizado hasta construir un modelo sostenible?; ¿cómo se transformaron las pandillas producto de este proceso (su liderazgo; su estructura interna, su conciencia sobre el valor de administrar la violencia; su complejidad política...); ¿había manera de que la sociedad civil abrazara esto, de que lo hiciera suyo?... El Salvador hizo de nuevo lo que mejor le sale ante casi cualquier cosa: polarizarse antes de entender algo, antes de hacerse preguntas, antes de saber bien qué es lo que odia o qué es lo que ama; aplaudir o abuchear antes de que termine la función. Y todas esas preguntas quedarán sin contestar, quizá, para siempre.

El gobierno actual hizo todo lo que pudo (al parecer de forma consciente, y tal como están las cosas eso ya es un mérito) para quemar naves y cancelar todo camino similar: terminó oficializando el hecho de que dialogar con las pandillas es poco menos que traición a la patria y, sin duda, un mero connubio con criminales. Destruyeron todos los canales de diálogo abiertos y lo exhibieron como un acto de valentía y de aplomo.

No me imagino ahora mismo cómo abrir el más mínimo espacio de diálogo sin que hacerlo signifique de facto una rendición del Estado, o al menos, sin que sea apreciado por el público (que al final es el que vota) de esa manera. Si hacés de tu discurso de seguridad pública una competencia de bravuras, el primero que se sale pierde, se rinde; no importa cómo se presente, o cómo se le cambie el nombre. Políticamente –al menos por ahora- el diálogo no parece posible, este gobierno canceló esa puerta, renunció a esa opción.

El problema es que no está claro cuál es entonces el camino elegido, en el entendido de que las recomendaciones del Consejo Nacional de Seguridad Pública no plantearon ninguna estrategia que ataje esta situación, sin mencionar el hecho que cuestan 2 mil millones de dólares que no tenemos; la Ley anti extorsiones está bien –de hecho muy bien- pero sin otras acciones sigue siendo una medida aislada, reactiva; afortunadamente todavía no tenemos las recomendaciones –seguramente inútiles- del ex alcalde de Nueva York, al que en mala hora de arrebato contrató la ANEP.

Ni el presidente de la República, ni el ministro de Justicia y Seguridad pública, ni el director de la policía han dicho qué piensa hacer el gobierno, pero hace poco, Marcos Rodríguez, Secretario de Transparencia del Estado, escribió en Twitter la única pista oficial sobre la estrategia de este gobierno contra el incremento de violencia: “Las maras están + agresivas. Se sienten cercadas y responden d la única manera q conocen. Lastima pero la ruta es correcta y no aguantarán”… Y no aguantarán, escribió, cuando terminaba marzo, el mes más violento del siglo .

Y me temo que esa sea la apuesta: que las pandillas no aguanten. Para más señas, la página de Facebook “Héroe Azul”, administrada por policías de nivel básico, difundió el video de un policía que pone las cosas en blanco y negro: llama a sus colegas a matar a 10 pandilleros por cada policía o soldado asesinado. Invita también a la población civil a asesinar pandilleros, les incita a emular a las auto defensas de Michoacán, en México, y finalmente, para darle dramatismo a la escena, muestra su arma de oficio ante la cámara.

No llama a arrestar, a detener, a investigar… llama a asesinar. La misma página de Facebook da cuenta del saldo de la guerra que propone el policía: basta recorrerla para alternar entradas que dan cuenta de “un criminal eliminado” (ilustradas con las fotos más explícitas de los cadáveres) y de velorios de policías. El día en que escribo esta columna, esa página dio cuenta de seis pandilleros “eliminados”.

Podría pensarse que es un arrebato de policías de a pie, que, hartos de ser carne de cañón, hablan desde la rabia y la indignación, pero resulta que el inspector general de la policía, Ricardo Martínez, que en una película gringa se llamaría jefe de asuntos internos; o sea, el responsable de velar porque el cuerpo represivo del Estado no abuse de su poder, sube la apuesta: en una entrevista con La Prensa Gráfica titulada “Aquí estamos en guerra”, se queja de que la prensa califique de “asesinato” la muerte de un pandillero, asegura que en la medida que la ciudadanía mate a tiros a los “malhechores”, estos se la van a pensar dos veces antes de cometer sus fechorías y se queja de que cuando la policía entra en acción se la acusa de violadora de derechos humanos. “Nombre, hay que decir que debemos de continuar en esa actitud de combatir la delincuencia. No estamos generando violencia con eso, estamos combatiéndola”.

Sé que decir esto no me hará muy popular, pero son numerosos los casos en los que parece que la policía, pudiendo arrestar, ejecutó a pandilleros que ya se habían rendido o que fueron sorprendidos: escenas sospechosas en las que hay siempre armas bien puestas justo al lado de cada cadáver, incluso cuando el cadáver quedó tumbado dentro de una hamaca; disparos justo detrás de la cabeza, o testimonios de los pobladores –víctimas de los pandilleros- que aseguran que el tipo estaba de rodillas cuando la policía le voló los sesos. El caso es que ni el director de la policía, ni el subdirector y desde luego ni el inspector general se han planteado públicamente ningún asomo duda sobre el actuar de su tropa.

Desde las redes sociales, la población aplaude y festeja cada vez que un pandillero es asesinado: “¡Ya no hagan más capturas, caramba!, Plomo, plomo”; “Me hubiese gustado ver las fotos de esas lacras boca abajo y con un tiro en la nuca”, comentaron en la página de Héroe Azul unos usuarios, ante la foto de unos hombres acusados de asesinar a un agente policial. “Qué hermoso paisaje”, comentaba otro, ante la fotografía de una finca en la que la policía mató a ocho pandilleros, cuyos cadáveres aparecen esparcidos sobre la tierra.

Policías y pandilleros han echado a andar una cadena de venganzas que quizá todavía pueda ser desactivada. Pero si la apuesta es que las pandillas “no aguantarán”, el gobierno nos conduce a una escalada de violencia previsible y larga, que con el tiempo se especializará, demandará de las partes mayores recursos, mayor reclutamiento, más armamento, mejor entrenamiento… que a su vez producirán mayor clima de beligerancia y más gente suplicando por más muertos.

Hasta ahora, la clave en la que se ha comprendido la violencia desmedida del país ha sido la guerra entre las tres grandes pandillas: la MS-13, el Barrio18 facción Revolucionarios y el Barrio 18 facción Sureños. El gobierno debe intervenir en ese conflicto, pero sobre todo, evitar a toda costa redirigir la guerra de estas organizaciones criminales hacia el Estado. Estas estructuras tienen ya canales de entendimiento abiertos entre ellas y demostraron que son capaces de conseguir acuerdos sostenibles y bien estructurados. Posiblemente el traslado de los máximos líderes al penal de Zacatecoluca dificulte o dilate la fluidez en este tipo de acuerdos, pero si el Estado se plantea a sí mismo en una campaña destinada a probar el aguante de las pandillas es muy probable que consiga organizarlas en su contra.

Peor sería si lo anterior ocurre sin que haya sido planificado, es decir, si ocurre solo porque el gobierno se encuentre de pronto incapaz de detener la inercia violenta que hasta ahora ha tolerado de sus propios agentes de la ley.

No hay que olvidar que las pandillas tienen una enorme base social y que solo el accionar del Estado puede restarlo: si la policía y el ejército humillan a los habitantes de las comunidades, la pandilla se presenta como una especie de atroz Robin Hood, pero Robin Hood al fin y al cabo.

Los diputados de la Asamblea Legislativa han comenzado a contaminarse del ambiente bélico y ya aparecieron propuestas formales para acuartelar a la policía, convocar a la reserva del ejército y suspender las garantías constitucionales, a las que el ministro de justicia y seguridad pública, Benito Lara, ha saludado con buena cara.

Lejos de llamar a la calma, o hacer análisis técnicos, o lanzarse al conocimiento del problema… de enfriarle la cabeza a una nación violenta, nuestros políticos se echan culpas entre sí: ARENA acusa al FMLN de ser aliado de las pandillas y viceversa. En estos días, una familia de 21 personas muy pobres duermieron en el parque de la lujosa Santa Elena, muy cerca de la embajada de los Estados Unidos, buscando refugio de la muerte, con varios niños a cuestas. Dicen que huyen de San Martín, donde la MS-13 los amenazó de muerte por tener familiares en el Barrio 18 y por negarse a colaborar. Desde luego, las autoridades municipales ya los echaron de ahí. Lorena Peña, diputada del FMLN, aseguró que eran unos títeres de ARENA y los vinculó con todo un ardid de la oposición política en la que incluyó los asesinatos de dos policías. Sirve como buena metáfora del país: ante el desamparo total, la mezquindad. Somos un país con reflejos crueles.

Analistas muy recurridos por los muchos programas de entrevistas en la televisión, proponen al gobierno tomar el toro por los cuernos, lo que casi siempre significa caminar por la senda de las políticas similares a las probadamente inútiles y peligrosas Mano Dura y Súper Mano Dura de los gobiernos de ARENA. Por ejemplo, el ex ministro de gobernación (entonces jefe de la estructura de seguridad pública) Francisco Bertrand Galindo, propuso cambiar la tipificación del conflicto: de seguridad pública a seguridad nacional, y así poner al ejército a cargo de la situación. Las pandillas pasarían de ser delincuentes a los que arrestar o enemigos a los que eliminar. O dicho de otro modo, para solucionar el problema de la violencia irnos a la guerra.

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