Crónicas y reportajes /
Los más miserables de los traidores

Sin esos asesinos, cientos de asesinos estarían sueltos. Sin esos violadores, cientos de violadores estarían sueltos. Los testigos criteriados, los delincuentes a los que el Estado perdona a cambio de su confesión, son también hombres y mujeres que arriesgan su vida. Se enfrentan, muchos de ellos, a las dos pandillas más peligrosas del continente, y de su lado solo tienen a un Estado que en ocasiones parece más bien otro de sus enemigos.


Fecha inválida
Óscar Martínez

Gracias al testigo a quien el Estado bautizó como Liebre, más de 40 pandilleros de la Mara Salvatrucha están en prisión. Uno de ellos es Chepe Furia, uno de los pandilleros que incluso fue considerado por el ex ministro de Seguridad y Justicia, Manuel Melgar, como un importante narcotraficante. Cuando a Liebre se le pregunta qué ha ganado por haber dado su testimonio, contesta que nada,
 
Gracias al testigo a quien el Estado bautizó como Liebre, más de 40 pandilleros de la Mara Salvatrucha están en prisión. Uno de ellos es Chepe Furia, uno de los pandilleros que incluso fue considerado por el ex ministro de Seguridad y Justicia, Manuel Melgar, como un importante narcotraficante. Cuando a Liebre se le pregunta qué ha ganado por haber dado su testimonio, contesta que nada, 'ni mierda'.

Al fondo está el cuartito. La puerta metálica está entreabierta. Como el cielo amenaza con un chaparrón, afuera del cuartito el calor es uno más, una presencia tangible. Se intuye que el cuartito es ocupado en cada esquina de su reducido espacio por esa presencia. Ese es el cuartito, una habitación donde se guarda el calor y donde una vez también se guardó a Abeja. ¿Quién iba a decirle a Abeja –al insustituible soplón de Abeja, al delator de uno de los más buscados– que terminaría, en su afán por salvar su pellejo, refundido en ese cuartito?

Para llegar a ese cuartito hay que subir a un vehículo en la capital de El Salvador, y hay que alejarse de la capital, conducir por una autopista, atollarse en la trabazón de uno de los municipios periféricos del área metropolitana, volver a salir a una autopista rumbo a la frontera de Chalatenango con Honduras, preguntar a una persona y a dos y a tres, hasta que alguien sepa en esta carretera dónde hay que cruzar para dirigirse hacia el municipio recóndito de Agua Caliente. Hay que frenar en ese cruce y preguntarse si el carrito aguantará el trajín de una calle de tierra, piedras y lunares de asfalto. Hay que internarse entre esos cerros del breve norte salvadoreño, breve pero intenso. Hay que admirarse por lo extravagante de ese palacete morado, de arquitectura Walt Disney, que en medio de lo rural corona una loma. Hay que lidiar con la duda de si ese puñado de casas es Agua Caliente, y preguntarle a un viejito campesino en la vereda, para que él responda que no está seguro, que cree que es más adelante. Y seguir. Y llegar hasta el cartel que sin alarde reza: “Bienvenidos a Agua Caliente”. Y seguir, porque no hay de otra, hacia adelante. Hay que preguntar a una persona y a dos y a tres, hasta que alguien sepa en este pueblo dónde queda el puesto policial. Hay que enfrentar con una sonrisa la mirada de búho sorprendido que ponen la primera y la segunda y la tercera persona a las que un foráneo pregunta dónde está el puesto policial. Hay que cruzar en el microparque central, a la izquierda, y seguir recto, bajo más miradas y bocas abiertas, y llegar a un punto donde el pueblo definitivamente se acaba en el monte y convencerse de que una de esas casitas rurales que quedaron atrás debe de ser el puesto policial. Retroceder. Preguntar. Ojos, boca abierta. Encontrar, a medio construir, el puestito policial.

La mascota del puestito policial es una tortuga que aparece y desaparece entre el monte de la entrada. El puestito policial es una casa de bloques de concreto de dos pisos y un esqueleto arriba: Un tercer piso sin marcos ni ventanas ni puertas ni pintura. La puerta del puestito está abierta y en la primera planta solo se encuentra una amable mujer que da las buenas tardes y que duda cuando se le pregunta por el encargado del puestito. “Déjeme ver quién se puede hacer cargo de atenderlo”, dice.

A los 20 minutos, baja de la segunda planta un agente joven, sorprendido. Me invita a pasar a la oficina, un cuarto ardiente sin computadora que en una de sus paredes muestra con flechitas el limitado organigrama del lugar: Jefe de puesto rayita Atención al público rayita Patrulla uno rayita Patrulla dos rayita Patrulla tres.

—¿En qué le puedo ayudar? –pregunta el joven agente.

—Tengo entendido que en este puesto es que tenían a Abeja, que de aquí se les escapó –digo.

—Aaaah, como aquí es bien alejado, pensé que no se iban a enterar los medios allá en la capital.

—Nos llegó la noticia, y venía a ver dónde es que lo tenían. Es delicado el asunto, ¿verdad?

—Sí, hombre, es un tema delicado, porque aquí no es lugar para tener a una persona así. Ya hay lugares según la ley allá en la capital.

—Porque ustedes sabían sobre qué personaje estaba hablando Abeja, ¿verdad?

—Bueno… aquí estuvo el muchacho… No sabíamos bien así todo el asunto, pero es delicado.

—Y a alguien como él, aquí en esta zona, ahora que se fugó, ¿qué le esperará?

—Yo supongo que a alguien así como él allá afuera le espera la muerte.

La parte conocida de la historia

Es domingo 27 de mayo de 2012, y la Policía ha mandado a convocar a cuanto medio sea posible para que se presenten a El Castillo, la sede central en San Salvador. Tiene algo importante que mostrar. Efectivamente, en medio de tres policías corpulentos con pasamontañas y armas largas está José Misael Cisneros, esposado con las manos atrás. El hombre de 36 años es mejor conocido como Medio Millón, y si alguien se ha topado con cualquier informe de inteligencia policial de los últimos ocho años que lleve las palabras Crimen Organizado, seguramente ha visto su rostro con vestigios de acné. El hombre, que luce impávido, era prófugo desde el 14 de septiembre de 2010, cuando logró escapar de un operativo realizado por un centenar de policías que pretendían capturarlo. La inteligencia policial dijo que hubo fuga de información. La Policía estaba interesadísima en él porque están convencidos de que Medio Millón es el gran operador de la cocaína en el norte del país, y que utiliza como su brazo armado a una de las clicas más numerosas de El Salvador, la Fulton Locos Salvatrucha, de la Mara Salvatrucha. La Policía asegura que, entre miembros activos y colaboradores, esa clica de la pandilla llega a los 200 miembros en Nueva Concepción, el municipio donde intentaron capturar a Medio Millón, el municipio vecino de Agua Caliente.

La Policía entregó su investigación a la Fiscalía, y la Fiscalía llevó a un juzgado a Medio Millón, a 18 pandilleros de la Fulton y a tres policías de Nueva Concepción. La Fiscalía llevó también a tres testigos que aseguraban haber estado a punto de ser asesinados por los pandilleros y los policías que actuaban bajo las órdenes de Medio Millón. La Fiscalía llevó también a un miembro de la pandilla que actuaba como testigo criteriado, un pandillero confeso a quien la Fiscalía no acusó con tal de que explicara cómo esos pandilleros y esos policías mataban y cómo Medio Millón les pagaba por ello. El Tribunal Especializado de Sentencia de San Salvador escuchó todo y dijo que no le parecía cierto y que todos los acusados quedaban absueltos ese 18 de septiembre de 2012.

Pero la Fiscalía no quedó desnuda ni Medio Millón libre. La Fiscalía tenía aún con qué cubrirse, y presentó nuevos cargos contra Medio Millón. Lo acusó de asociaciones ilícitas con los pandilleros de la Fulton y también acusó a 47 pandilleros de la Fulton de múltiples homicidios. La Fiscalía aseguraba que algunos de esos homicidios habían sido cometidos con un arma de guerra que Medio Millón le había entregado a un líder de la clica conocido como El Simpson, y lo aseguraba porque tenían a otro testigo criteriado que traicionaba a la pandilla y declaraba en contra de ella. Y la Fiscalía volvió a empezar, y volvió a llevar a Medio Millón a un juzgado, y el 5 de junio de este año, el Juzgado Especializado de Instrucción de San Salvador, el que dice si hay razones suficientes como para que se inicie un juicio y desfilen las pruebas, dijo que había pruebas suficientes y ordenó que iniciara ese nuevo juicio. Y entonces todo marchaba bien porque Medio Millón seguía su camino hacia una condena. Y todo marchaba bien porque el Estado salvadoreño seguía persiguiendo de cerca al hombre que una semana antes el Departamento del Tesoro de Estados Unidos había ubicado en una lista de los líderes de la Mara Salvatrucha a los que consideraba prioridad a perseguir en Estados Unidos o donde fuera. Y todo marchaba bien porque la Fiscalía tenía a un muchacho pandillero que estaba dispuesto a contarlo todo, a explicar cómo se ejecutaron los asesinatos y a describir la escena de Medio Millón bajando con un escolta de un pick up y entregando en un corral un AK-47 a El Simpson. Todo estaba bien porque el Estado salvadoreño tenía a Abeja.

La parte desconocida de la historia

—¿Y ustedes aquí dónde tienen la bartolina para guardar a los delincuentes que arrestan? –le pregunto al joven agente del puestito de Agua Caliente.

—No, o sea que aquí no tenemos bartolina, sino que hemos hecho ese cuartito para guardar a los bolitos que se pelean o a gente que tenemos uno o dos días por delitos graves como robo o extorsión. Pero a esos los mandamos al puesto de Nueva Concepción, que es más grandecito y ya tiene bartolina –responde el agente.

El cuartito del fondo. El ardiente cuartito del fondo.

—¿Y qué hacía Abeja mientras estaba aquí? –pregunto.

—Ahí pasaba encerrado en el cuartito –dice el agente.

—¿Cuánto tiempo pasó encerrado ahí?

—Unos 15 meses.

—¿Y no lo dejaban salir para nada?

—No, o sea que si él quería una gaseosa, por ejemplo, nos decía y le hacíamos el favor de írsela a comprar a la tienda. Pero como casi nunca tuvo dinero, casi no nos pedía el favor.

El puesto policial de Agua Caliente. Aquí decidió el Estado que guardaría al testigo clave en el caso contra Medio Millón, a Abeja. Abeja, traidor de la clica Fulton Locos Salvatrucha, estuvo 15 meses en un cuartito al fondo de la primera planta, hasta que se hartó y escapó.
 
El puesto policial de Agua Caliente. Aquí decidió el Estado que guardaría al testigo clave en el caso contra Medio Millón, a Abeja. Abeja, traidor de la clica Fulton Locos Salvatrucha, estuvo 15 meses en un cuartito al fondo de la primera planta, hasta que se hartó y escapó.

A finales de 2011, Abeja, un muchacho veinteañero, se sentó frente a unos fiscales de Chalatenango y, por alguna razón que no consta en el documento que elaboraron esos fiscales, les dijo que él era miembro de la Fulton Locos Salvatrucha. Les dijo que su clica se dedicaba a extorsionar, asesinar y traficar droga en los departamentos de San Miguel, Santa Ana, Sonsonate y Chalatenango. Les contó varios secretos, secretos que cupieron en 63 páginas escritas a máquina. Secretos que los fiscales titularon: “Caso amarrado en calle vieja”, “Caso homicidio en la plaza Don Yon”, “Caso Carmen Guerra”. Los fiscales escucharon los secretos que Abeja contó y creyeron que esos secretos les servirían para encarcelar a 47 pandilleros y a Medio Millón. Los fiscales, entonces, teclearon en su informe: “Los hechos se desprenden de lo manifestado por el testigo criteriado que por estar sometido a régimen de protección de víctimas y testigos ha sido denominado Abeja”.

—¿Y tuvieron algún refuerzo de agentes cuando les trajeron a Abeja al puesto? –pregunto al agente.

—No hubo refuerzos. La unidad que lo trajo no se acordaba de él. Pasaron meses sin venir.

Cuando el Estado salvadoreño cree que un criminal confeso ha contado secretos creíbles, comprobables, le deja de llamar criminal y le llama testigo criteriado. Deja de perseguirlo y empieza a necesitarlo. No lo lleva a prisión, sino a la Unidad Técnica Ejecutiva del Sector Justicia (UTE), y le ofrece llevarlo a un centro de gente como él, de gente que delinquió junto a otros y que luego los traicionó, los delató. Le ofrece protegerlo con policías, darle comida y techo mientras dura el proceso mediante el cual él contará esos secretos ante un juez. Pero si ese hombre decide que no quiere ir a ese centro, entonces la UTE le promete una canasta de alimentos al mes, y ese hombre queda en manos de la Policía y la Fiscalía. Esto último le pasó a Abeja.

—¿Y Abeja qué comía? –pregunto al agente.

—Que yo sepa, una vez en 15 meses le mandaron esa canasta de comida. A veces, nosotros le dábamos de nuestra comida. A veces, pasaba uno o dos días sin comer.

Para los agentes del puestito policial, el testigo del que dependía el caso del celebérrimo Medio Millón era un estorbo. No solo perdían parte de su plato de comida cuando se conmovían del pandillero que hambreaba en el cuartito, sino que no podían descansar a gusto en la segunda planta. El puestito policial de Agua Caliente tiene 13 agentes asignados. El de mayor rango es un cabo. Sin embargo, decir 13 es decir cinco. Ahora mismo, cuatro agentes prestan servicio en otra unidad. Quizá cuidan alguna obra en la carretera principal o acompañan alguna excavación de búsqueda de cadáveres en algún monte cercano. Cuatro agentes más están de vacaciones. Cinco están aquí y se dividen en dos turnos. Los que están de turno, patrullan, atienden denuncias, salen del puestito. Los que no están de turno descansan en la segunda planta del puestito con los ojos cerrados y, cuando Abeja estaba aquí, con los oídos pendientes del hambriento muchacho que tenían en el cuartito de abajo.

El 17 de enero de este año, una señora se acercó a la oficina de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) en Chalatenango. Lo bueno de esta institución estatal es que sus funcionarios anotan y levantan informes de cuanto aire sople dentro de sus oficinas. Esto escribieron sobre la visita de la señora: “Se hizo presente a esta delegación una señora que no quiso identificarse, pero expuso que ella tenía un familiar detenido en el puesto de la PNC de Agua Caliente –o sea, en el cuartito–, que ya había recuperado su libertad, pero a ella le preocupaba la situación de un joven que se encontraba detenido, ya que ella le llevaba comida a ambos presos, y como su familiar ya había recuperado su libertad, a ella le daba lástima, porque ya nadie le llevaría alimentos, pues le manifestó que no tenía familiares y que tenía bastante tiempo de encontrarse en esas bartolinas –o sea, el cuartito–”.

El día siguiente, el funcionario que recibió la visita de la señora y el jurídico de la oficina de derechos humanos llegaron al puestito policial y dieron el nombre del muchacho –porque aunque nosotros le seguiremos llamando Abeja, la señora, el funcionario y el jurídico conocen, e incluso escribieron en el informe, el nombre completo del testigo protegido–. Lo único que Abeja dijo al funcionario y el jurídico es que le agradecía a la señora.

—Pero ustedes sabían qué tipo de testigo tenían, lo importante que era lo que declaraba y contra quién. ¿Cómo iba a querer quedarse en esas condiciones? –pregunto al agente.

—Sabíamos el tipo de persona que era. Sabíamos que se iba a aburrir, pero no podíamos hacer nada.

La parte que no nos gusta de la historia

Abeja no es único. Lo peor de todo esto es que Abeja no es único. Como Abeja hay muchos. Él y ellos son criminales a los que necesitamos. Son buena parte del combustible del sistema de justicia de El Salvador, de Centroamérica. Cada año, la UTE debe lidiar con el mantenimiento en sus casas de seguridad y fuera de ellas de más de 1,000 personas. En los siete años de existencia de la Ley Especial para la Protección de Víctimas y Testigos, el programa ha albergado a 1,000 personas que traicionaron a sus estructuras criminales para no ir a prisión, para aspirar a una mejor vida, o que fueron víctimas de esas estructuras, o que fueron testigos de lo que hacían esas estructuras. Mantener a toda esa gente vinculada de maneras tan distinta con la violencia asfixiante del país implica desde papel higiénico hasta leche para bebés. La mayor parte de esas personas, la gran mayoría, según las cifras de la UTE, vio, participó o casi sufre un homicidio.

Un porcentaje menor de todas esas personas son testigos criteriados. Más de 50 personas al año son traidores, criminales que deciden delatar. Muchos aceptan entrar a las casas de seguridad; otros, como Abeja, prefieren no hacerlo. Y muchos más nunca llegan al estatus de criteriados, se quedan ahí, en las delegaciones policiales dando información, encerrados en cuartitos o bartolinas, en un limbo entre estar presos y estar resguardados. Para considerarse criteriados, un juez debe autorizar la medida. Y, como reconoce Mauricio Rodríguez, el director del Área de Protección de Víctimas y Testigos de la UTE, pueden pasar meses entre que una persona empiece a delatar y que sea reconocida como criteriada. Mientras un juez no la declara como criteriada, la UTE no puede hacer nada por esa persona. Los criteriados son una clase particular entre los protegidos del Estado. Son delincuentes -despiadados muchos de ellos- y a la vez personas que arriesgan su vida diciendo lo que dicen. Esto último nos quedará claro más adelante.

Muchos se regocijan de que Viejo Lin, el líder nacional del Barrio 18, esté tras barrotes, pero pocos recuerdan a Luis Miguel, el criteriado que lo delató. Puede ser un alivio para muchos salvadoreños que Chino Tres Colas, el otro líder de esa pandilla, esté junto a Viejo Lin, pero pocos saben de Zeus, Apolo, Orión, Aries y Neptuno. Fue noticia nacional el juicio contra los 13 pandilleros acusados de 22 homicidios en Sonsonate, conocidos como Los Embolsadores, por empacar pedazos de sus víctimas en bolsas negras, pero nadie agradeció a Raúl; ni tampoco a Zafiro y Topazio por resolver la masacre de Las Pilitas, o a Daniel, por explicarnos cómo operaba la banda Los Sicarios en el oriente del país, y conformada en parte por policías. Gran parte de la población salvadoreña vio por sus televisores en los noticiarios del lunes 28 de mayo de 2012 a Medio Millón esposado de manos a la espalda, pero nadie vio a Abeja pasar hambre en un cuartito de Agua Caliente.

Asesinos, violadores, descuartizadores. Testigos, declarantes, confesores. Pocos entienden tan bien esta ambigüedad como Israel Ticas, el hombre que saca muertos de la tierra, el único investigador forense del país que trabaja en la Fiscalía. Desde 2000 hasta el día de hoy, Ticas ha sacado 703 cadáveres de la tierra.

Es difícil encontrar un lugar adecuado para conversar con Ticas. Él va a contar lo que va a contar, y la musiquilla de los dibujos animados que aparecen en el televisor del restaurante donde estamos sentados no va a ser una justa melodía.

Primero los números. Fríos, tétricos en este caso: la mayoría de esos 703 cadáveres, Ticas los ha recuperado gracias a la ayuda de un testigo criteriado. De los 12 pozos a los que Ticas ha descendido, ha sacado 27 cuerpos. A ocho de los pozos ha llegado porque los vecinos dijeron que salía un olor pestilente o porque alguno vio a unos muchachos que llegaron y lanzaron un bulto en el agujero. A cuatro de esos pozos, Ticas ha llegado gracias a un criteriado. Gracias a los criteriados, Ticas ha sacado 16 de los 27 cuerpos que sacó de esos 12 túneles oscuros.

Ahora, sus palabras. Quizá la peor parte. Ticas, de todas las excavaciones a las que has llegado con criteriados, ¿qué es lo que más te ha jodido ver? “Una vez saqué a un niño de cinco años y una niña de ocho años. Según contó el testigo, habían violado a la niña, bajo la condición de que no iban a matar al hermanito si se dejaba violar por 15 sujetos. La violaron e igual la mataron. Fue en Ateos, allá por 2006. Encontré los dos cuerpecitos abrazados”. Ticas, ¿y vos notás arrepentimiento en los criteriados que te han contado lo que te han contado? “No, totalmente tranquilos. Eso admiro de esos cabrones. Nada de vergüenza. En Tonacatepeque, recuerdo a un chele que se murió de sida, bien buena onda se hizo después. La de arriba en la fosa era su mujer. Le pregunté: ¿Mataste a tu mujer? ‘Sí -me dijo- la mara me dijo que ella sabía mucho. Frente al pozo le dije que se iba a morir. Se me hincó, me pidió de favor ir a despedirse de nuestros tres hijos. Fuimos hasta la casa, le dio un beso a cada uno en la frente. Después me la traje de regreso, venía suplicando, que dijera que ya la había matado, que se iba a ir del país. Le dije que una orden era una orden. Aquí, a orilla del pozo la degollé, y brincando el cuerpo lo tiré al pozo’. Así la encontré, arriba de los otros nueve. ‘Le vas a encontrar una navaja en la vagina’, me dijo el testigo. Así la encontré”. Ticas, ¿Y vos recibís atención sicológica? “No, nada”. Ticas, ¿y vos qué pensás de los criteriados? “Son importantes en mi trabajo, porque ellos me dicen qué voy a encontrar abajo, qué sucedió, son importantísimos. He trabajado con unos 30 testigos que me han dado lujo de detalles, y yo luego compruebo si es cierto, y eso es prueba, historial. Por eso son tan importantes los testigos”.

Pocos podrían contar primero lo de la niña de ocho años y después la importancia de esos traidores miserables que participaron en lo que le pasó a la niña de ocho años, pero Ticas entiende este país como muy pocos lo entendemos. Uno de los violadores de la niña quedó libre, 14 están presos. Ticas entiende este país mucho mejor de lo que la mayoría lo entendemos.

En el restaurante, sigue sonando la musiquita de dibujos animados.

La parte que a ellos no les gusta de la historia

Este es otro restaurante y esta es otra conversación. Ahora, del otro lado de la mesa, está un agente investigador de la Policía, un policía raso que ha ido y venido de una a otra división de la institución. Este hombre ha participado en operativos contra pandillas que han derivado de la información de testigos criteriados a los que ha escuchado. Su trabajo, en parte, puede realizarse gracias a ellos. Ellos delatan, él atrapa. Sin ellos, él hubiera tenido muy poco que hacer en algunos períodos de su carrera policial.

—A mí solo de oírlos hablar me da diarrea –dice, en referencia a los criteriados, para quienes no tendrá ninguna palabra de agradecimiento–. Son unos hijosdeputa, unos arma-paquetes-contra-policías. Se escapan cuando quieren de las casas de seguridad. Se han dado casos en que extorsionan desde las mismas casas. Hace 15 días se escapó uno de una de las casas. Llamó y dijo que regresaba, pero si le decíamos al fiscal que le llevaran a su mujer. Malditos. Yo no voy a andar cuidando a ese vergo de vagos.

A los policías no les gusta hablar de esos “pandilleros que se quieren salvar su propio culo”, como dice este agente. De hecho, ni siquiera a nivel institucional les gusta hacerlo. Durante dos semanas solicité a la unidad de comunicaciones de la Policía que designaran a alguien para una entrevista sobre el tema. Tras varios intentos de esa unidad por encontrar a la persona adecuada, la respuesta fue que sería imposible, que era un tema delicado y nadie de la jefatura quería conversar sobre él, mucho menos si en la entrevista se mencionaría el caso de Abeja.

Los testigos criteriados, sobre todo la mayoría de entre ellos, o sea los que son pandilleros, tienen que lidiar con que en muchas ocasiones sus clicas han participado en crímenes contra policías. En otras palabras, en varias ocasiones, sus guardianes les tienen un profundo odio. En otras ocasiones, ellos delatan la complicidad de policías en las estructuras criminales, como lo hicieron los testigos criteriados que intentaron, antes de Abeja, encerrar a Medio Millón con su testimonio que fue desechado por el juzgado. Y entonces, la misma conclusión, sus guardianes les tienen un profundo odio.

La identidad oculta de esos testigos en muchos de los casos, habiendo policías que los conocen y conviven con ellos a diario, es poco más que un mal chiste. Ponerles nombre clave se convierte a veces en un formalismo de juzgado, y nada más.

Cuando en un solar del departamento de Ahuachapán me senté a conversar por horas con el testigo clave Liebre, un sicario de la Mara Salvatrucha, él mismo me reveló su apodo dentro de la pandilla, su clica y su anterior apodo en esa misma clica, y me autorizó a que lo publicara. Cuando le pregunté a Liebre si no le importaba que yo publicara su verdadera taca, me dijo que de ninguna manera. A Liebre lo intentó asesinar un comando de pandilleros y ex militares que llegaron hasta el puesto donde se encontraba, pero fueron detenidos por policías de la zona. Ahora mismo, uno de los miembros de ese comando es también testigo criteriado del Estado, y a cambio de su testimonio le han perdonado la acusación de haber intentado asesinar al otro testigo criteriado del Estado.

A Liebre le han llamado desde el penal de Ciudad Barrios para amenazarlo de muerte. A Liebre, cuenta él, policías de la zona le han ofrecido salir de su solar a participar en un asesinato, pero Liebre cree que era solo una argucia para sacarlo de ahí y asesinarlo en el camino. Gracias a Liebre fue condenado a 22 años de prisión José Antonio Terán, conocido como Chepe Furia, líder de la clica de los Hollywood Locos Salvatrucha, de Atiquizaya, y uno de los señalados por el Ministerio de Justicia y Seguridad como un pandillero que había escalado a la categoría de capo. Un hombre que incluso tenía varios contratos de recolección de basura con la Alcaldía de ese municipio. Liebre declaró que él vio a Chepe Furia y dos líderes más de la clica llevarse a Rambito. Samuel Trejo, Rambito, de 23 años, vendedor de verduras en Ahuachapán, recolector de extorsiones para la Hollywood, era un testigo clave en el caso de Chepe Furia, y su cuerpo apareció sin vida y con rastros de tortura una tarde de noviembre de 2009. En el caso que la Fiscalía aún apela, se acusa a dos policías de la zona de haber entregado a Rambito a los líderes de la clica para que lo asesinaran. Liebre está resguardado en la zona donde esos policías operaron durante años, donde están sus mejores amigos dentro de la corporación. Liebre aún espera un juicio donde declarará contra 33 pandilleros más.

Liebre vive entre algunos policías que le guardan un profundo odio, en medio de la zona de control de la clica a la que casi desarticuló, aunque la zona exacta donde se encuentra está bajo el dominio del Barrio 18. La situación de Liebre, como veremos más adelante, no es muy diferente a la que vivió Abeja.

Esta es la habitación, en una zona dominada por la pandilla rival a la que Liebre perteneció, donde el Estado ha ubicado a ese testigo criteriado. Liebre perteneció -pertenece, dice él- a la Mara Salvatrucha. Atrás de esa ventana, domina el Barrio 18.
 
Esta es la habitación, en una zona dominada por la pandilla rival a la que Liebre perteneció, donde el Estado ha ubicado a ese testigo criteriado. Liebre perteneció -pertenece, dice él- a la Mara Salvatrucha. Atrás de esa ventana, domina el Barrio 18.

Es una tarde de nubes negras. Liebre se acurruca en el solar, frente a una llanta que hace de mesa para el dólar de pan dulce que su mujer nos ha traído y para los cafés.

Le pregunto qué es lo que más extraña de su vida anterior, y Liebre responde que cazar garrobos y cangrejos en el río. Y lo que más le gustaría hacer si fuera un hombre libre, sería pasear con su hija en el parque, con esa niña de dos años que nos observa a la par esperando que le entreguemos su almuerzo, uno de los güisquiles hervidos con sal y limón que su madre ha puesto sobre la llanta. Eso le gustaría hacer a Liebre si fuera libre, porque él, aunque no está preso, se siente preso. Sabe que lo quieren matar por lo que ha declarado, y la pequeña casita en el solar donde vive es, como dice él, “solo una jaula de oro”.

Liebre ya está harto de la excusa de que a él el Estado lo ha exonerado de su condena. Él ya lleva tres años como testigo criteriado. Ya tiene tras barrotes a los principales líderes de la clica, y a decenas de sus sicarios. Sabe que sin su ayuda, ni Chepe Furia ni Liro Yocker ni El Extraño ni El Maniático ni él mismo podrían estar presos, porque lo único que tiene el Estado en contra de ellos es lo que él mismo contó. La situación de Liebre es muy parecida a la que fue de Abeja.

Liebre reflexiona antes de responder. Aunque su jerga es totalmente pandillera, el contenido de sus palabras es producto de la reflexión que hace en esos momentos en que se queda congelado, como una estatua antes de responder y gesticular.

—¿Cómo se ha portado el Estado con vos?

—Es una mierda. Ellos tratan de hacerle huevos con uno, pero el problema es que aquí paso pidiéndoles a los sierras (policías) algo de dinero para pagar las tortillas. Para la niña solo un paquete me mandaron de la UTE, cuando ella nació: ropita, zapatillos, unas pachas, toallas, pañalitos, onditas así, cosas básicas. Única vez. Todo eso ya lo dejó, porque creció. A mi hija no he podido comprarle un vestido. Yo allá afuera hago 40 dólares en un día sin problemas.

—¿Y si tu niña se enferma?

—Atención médica, nunca me han llevado. Yo he ido por mi cuenta. Cuando se enfermó la niña yo fui a gastar 20 dólares a una clínica allá en Ahuachapán. 5 dólares me dio un investigador buena onda. La otra vez, cuando la tuve en un hospital, otros cinco dólares me regaló un investigador. Eso es todo lo que tenía cuando le dieron de alta a mi niña.

—¿Qué más te hace falta?

—No tengo calzado, no tengo ropa. La que tengo es regalada. Y una vez los fiscales me compraron una ropita usada. Pienso, mejor me hubieran dejado a correr por mi cuenta, porque anduviera más mejor. Leche, a veces viene en la canasta de la UTE. A mí me dijeron que me iban a dar 9 dólares diarios. Una vez me llegó la canasta sin frijoles.

La canasta mensual de la UTE no es ningún enser de lujo. Cuatro libras de frijoles, otras de arroz, pasta, salsitas, sal, azúcar, aceite, papel higiénico, jabón, cepillo.

Rodríguez, el funcionario de la UTE, lo sabe, pero está habituado a eso, pues tiene que lidiar con la administración de la precariedad cada año. El presupuesto de la UTE ronda los 4 millones de dólares anuales, pero mantener el personal, a más de 1,000 personas que pasan por las casas de seguridad, pagar a decenas de agentes supernumerarios de la Policía que asume la UTE para la protección de casas y testigos, enviar las canastas básicas y lidiar con algunos criteriados o testigos simples de cuello blanco que piden una casa digna para ellos y su familia hace que ese presupuesto se convierta en muy poco.

“Hay gente a la que le pagamos una casa de 500 dólares, para que viva con su familia, porque exigen esas condiciones”, explica Rodríguez. “A veces, me toca andar tras los visitadores médicos pidiéndoles que me regalen leche”, dice. Y eso sin contar aquellos períodos donde los diputados tardan en aprobar el presupuesto nacional. “Eso es el infierno –explica– porque tenemos que lidiar con que no podemos pagar el alquiler de casas, y ver de dónde sacamos para enviarles la canasta de comida a la gente”. Rodríguez recuerda que en una ocasión fueron capacitados por un miembro del Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos, los encargados de ejecutar las disposiciones de las cortes de aquel país, entre ellas la protección de testigos. El alguacil le explicó a Rodríguez que el programa de Estados Unidos incluía mover de Estado al testigo y a su familia, darle al menos un año de capacitación en algún oficio, mientras se adaptaba, ponerle casa, darle alimentación, un salario mensual y cambiarle la identidad. Rodríguez imaginó si él tuviera esos recursos, y sonrió ante la escena. Aquí, por ley, la UTE no puede entregar efectivo, no puede cambiar identidad a nadie y solo en casos muy especiales sigue dando protección a los testigos una vez terminan su proceso. En la mayoría de casos, terminado el criterio, terminada la protección, terminada la canastita. Canasta que, en casos como el de Abeja, poco llegó.

“Si usted viera una casa de seguridad, y viera cómo nos las ingeniamos para reducir costos. Sembramos hortaliza en jardines que improvisamos en los techos, les compramos piscinas plásticas para que cultiven tilapias en ellas. De todo, hacemos de todo”, cuenta Rodríguez.

—¿Y cuando todo acabe? –sigue la conversación con Liebre.

—Lo que he hablado es de que al nomás terminar el procedimiento me van a dejar sin medidas. Dicen que del sueldo de ellos, los fiscales, me van a dar un dinero para que me vaya a trabajar a otro lugar y deje algo de dinero a mi chava y la venga a ver cada mes. Ni casa ni canasta, ahí que vea qué me hago.

—¿Sentís que te usaron?

—Si de todo mi caso el único menos alivianado soy yo. Todos los viejos de allá arriba, de la alta sociedad, han salido alivianados. ¿Cuánto valía la muerte de Rambito? 11 mil dólares pagó Chepe para que caminaran a Rambito. Yo soy el que menos he sacado.

—¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué nos garantiza que cuando el Estado te suelte no seás sicario?

—No me han ofrecido otro camino. Tendría que haber un programa de trabajo. Te vamos a dar chance de que barrás en tal juzgado. Yo no me he borrado las tintas porque no me han ofrecido nada, y al menos esto me protege con respeto si me voy a otro lado. La información que he dado vale. Yo dije que yo fui, que yo disparé, y que los otros hicieron lo que hicieron. ¡Eso vale!

—¿Vos descartás que volvás a las andadas?

—No lo puedo descartar. Si estando aquí me han ofrecido oportunidades.

—Y a vos, ¿qué te debemos nosotros los salvadoreños?

—Yo arriesgo mi vida. Salí yo de las calles y saqué a otro vergo de sicarios. Por eso hay un vergo de gente que me quiere matar. Policías, pandilleros. Yo no sé quién trabaja para quién aquí. Es una onda que se llama crimen organizado. Yo no quiero estar ya en este riesgo, tengo a mi niña. A la sociedad no le importa que esté en este riesgo, a ellos solo les importa que el testigo ya declaró. Si ellos se pusieran a pensar y dijeran ‘ey, a este bicho le puede ir mal, tiene a su hija, tiene a su mujer, pongámosle al menos una chambita’.

La otra parte que a ellos no les gusta de la historia

Es 21 de junio de 2013. Es la Alcaldía de Ilopango. Son cuatro palabreros de diferentes clicas del Barrio 18. Se han reunido, en el marco de la tregua del gobierno con las pandillas, para reclamar a los operadores de la municipalidad que están haciendo más proyectos en las comunidades dominadas por la Mara Salvatrucha, y que su gente se empieza a desesperar.

Aceptan quedarse en la mesa de reuniones de la Alcaldía para contestar unas pocas preguntas. La primera, es sencilla, directa: ¿Qué es un criteriado? Contesta el jefe de los cuatro palabreros, al que desde prisión le han dado el poder del municipio: “Un estorbo que se lleva en cuenta a personas que ni han participado. No es justo, por un testigo acusan a 10, a 20, a bastantes que ni han participado”. Toma la palabra otro palabrero, el pelón: “Es un traidor, un soplón que nos hace daño como familia”.

Seguramente si no estuviéramos en la Alcaldía, si estuviéramos en una de sus zonas sentados conversando, las palabras para los criteriados serían menos medidas. Ahora, en su papel de partícipes de una tregua, el vocabulario tiene frenos.

“Además –agrega el jefe– los policías siempre te andan jodiendo para que les contés cosas. A mí me amarraron, me golpearon y me fueron a dejar a la Alaska (zona de la MS) para que me mataran. Todo porque yo les dije: ‘Matame, que no soy culero, no te voy a decir nada’. Los policías te amenazan con la muerte si no hablás”.

Les pregunto algo por el simple hecho de escucharlo de su voz. Es una de esas preguntas que por obvias suenan tontas: ¿Perdonarían a un criteriado? El más rudo de los cuatro toma la palabra: “Te lo voy a poner así. Si alguien lo hizo la primera vez, lo va a volver a hacer, y si ahora no hundió a un vergo de raza, lo va a hacer a la próxima”.

El tiempo da para una última pregunta. ¿El Estado logra ocultarles la identidad de los criteriados o ustedes suelen enterarse de quién los traicionó? Los cuatro intercambian miradas y sonrisas. El jefe responde: “Es como que alguien de tu familia iniciara un chambrecito. Vos sabés quién fue, cuándo lo hizo y cómo lo hizo”. El más rudo necesita decir algo, tiene la palabra en la boca: “Además, siempre se detecta, porque si te fijás, su familia empieza a desaparecer, y el que se ‘criterea’ tarde o temprano desaparece también”.

La parte que a nadie le gusta de la historia

—No, efectivamente, no tenemos bartolina, por eso él no puede haber roto los barrotes, porque no es bartolina, es el cuartito del final de la planta baja. Es el espacio donde queda la fosa séptica.

Debajo de Abeja lo que había era mierda. El que habla es el cabo jefe del puestito policial de Agua Caliente. Por fin he conseguido que atienda el teléfono de la estación policial. Le dejé mi número de celular, pero como el teléfono del puestito está bloqueado para llamar a celulares, nunca pudo devolver la llamada. Lo que me dijo el jefe de investigaciones de Chalatenango hace unas semanas, cuando me enteré de que Abeja ya no estaba, fue mentira. Me dijo que Abeja rompió unos barrotes de la bartolina y se fugó. Mentira, ni bartolina ni barrotes. Y sí, como este puestito no está hecho para guardar a ningún reo, lo que los policías hicieron fue adaptar un cuartito arriba del agujero con mierda, para encerrar brevemente a los borrachitos.

—Aquí tenemos tal vez a un bolito, pero para que no siga molestando. Lo tenemos dos o tres días y luego se va libre. Pero gente vinculada a homicidios no vamos a tener nunca aquí. Es peligroso para nosotros y peligroso para él. A ese muchacho (Abeja), cuando lo trajeron, nos dijeron que solo por una noche lo traían, pero lo dejaron 15 meses.

Abeja no se escapó de ninguna bartolina. Abeja se escapó de un cuartito ardiente que estaba sobre una fosa séptica en un puestito policial en el que con suerte hay dos policías al mismo tiempo.

Lo de Abeja es demasiado perfecto como para pensar que fue un error policial. Agua Caliente es el municipio donde nació Medio Millón, el hombre contra el que Abeja declararía. Agua Caliente es uno de los municipios de Chalatenango donde opera la Fulton Locos Salvatrucha, la clica a la que pertenecían los 47 pandilleros a los que Abeja delataría. El Salvador tiene 262 municipios y, de todos ellos, el Estado escogió el municipio donde nació Medio Millón para recluir a Abeja. La PNC tiene varias decenas de subdelegaciones, decenas de delegaciones repletas de policías. La PNC tiene, a solo media hora de esta fosa séptica, un puesto policial de carretera, con bartolina, con varias patrullas, con más agentes. Pero no, la PNC decidió que lo mejor era recorrer la brecha de tierra, perderse en el norte salvadoreño, conducir por tierra y piedras y tierra y piedras media hora y refundir a Abeja en el municipio donde nació Medio Millón. El Estado pensó que lo mejor era refundir a su testigo clave ahí, y hacerlo pasar hambre arriba de una fosa séptica.

Y hay –seguramente hay– en este país, gente que goza con la imagen de Abeja, un ex pandillero, un cómplice de homicidios, de violaciones, de extorsiones, retorciéndose del hambre en una habitación ardiente y pestilente. Pero como Abeja se fue, como Abeja ya no está, nadie dirá en un juzgado que el cadáver que el Estado encontró el 3 de julio de 2010 en el kilómetro 53 y medio en el caserío Ex Ira, era de Francisco Domínguez, nadie va a contar que a él Jessica lo llevó a su casa con la promesa de sexo, y que entonces, cuando Francisco estaba en un bóxer rojo, aparecieron de un cuarto El Tigre, El Simpson y Abeja, y le metieron una pistola en la boca, y le pasaron un corvo en el cuello, y le volvieron a meter la pistola en la garganta hasta que echó sangre por la nariz. Nadie va a contar ya ante un juez que al Chino lo mataron por orden de El Simpson, porque ya no quería pertenecer a la Fulton, porque ya no quería andar matando. Nadie contará que por eso acabó con varios tiros en un zanjón cerca de Nueva Concepción. Nadie va a contar que a la señora Carmen Guerra la llegaron a asesinar porque “tenía una relación estrecha con policías”. Nadie va a recordar en un juzgado que el pandillero conocido como Monge –ni nadie va a recordar su nombre completo– le pidió un vaso con agua a la señora Carmen Guerra, que esta se lo dio y que él le agradeció con varios tiros de una pistola .38. Nadie va a contar que una niña de piel morena salió de la casa y se le abalanzó a Monge, para que este dejara de acribillar a la señora Carmen Guerra. Nadie va a contar el homicidio en perjuicio de Isaías Alcides Carrillo, el verdulero del mercado al que le pegaron un tiro justo en la cabeza. Nadie va a contar del fusil M-16 recortado que sigue en las calles ni de las nueve milímetros ni de las .38 ni de las .357.

Nadie, por supuesto, va a contar que “aproximadamente al mediodía, llega el sujeto que conoce con el nombre de Misael, alias Medio Millón… En una camioneta tipo Four Runner, color gris, junto con un guardaespaldas… Encontrándose en dicho corral además de clave Abeja, el Simpson y el Rayder, pues ya le había dicho El Simpson que llegaría Medio Millón a dejar un fusil, quien llega del sector de Nueva Concepción, entrando al corral en mención, bajándose primeramente el Medio Millón, y luego el guardaespaldas, portando el Medio Millón dos armas nueve milímetros y el guardaespaldas un AK-47… el que le entrega al Simpson, diciéndole Medio Millón: ‘Aquí te mandan, ya me entendí con aquellos’”. Nadie contará eso.

Nadie lo contará porque quien lo iba a hacer se hartó de pasar hambre, de pasar calor, de no obtener más que pestilencia a cambio de contarle secretos al Estado. Nadie lo contará, porque Abeja se hartó un día de junio de este año de todo esto y destrabó unas varillas de tres octavos de pulgada de diámetro, abrió uno de los colochos del balcón que ya estaban dañados, se metió en un agujero -del tamaño de los agujeros donde se mueve un ascensor-, y trepó hasta la tercera planta. Dejó atrás la fosa séptica, se subió al muro del vecino y se largó.

—Yo creo –dice el cabo– que si tiene enemigos, lo más probable es que lo van a mandar a la otra vida.

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